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Los Derechos del Pueblo: Libertad individual y la Carta de
Derechos
C A P Í T U L O
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Los
derechos del acusado
No
se violará el derecho del pueblo a la seguridad en sus
personas, hogares, documentos y pertenencias contra registros e
incautaciones fuera de lo razonable, y no se expedirá ninguna
orden judicial al respecto, salvo en presencia de causa probable,
respaldada por juramento o promesa, y con una descripción
específica del lugar que habrá de ser registrado y las
personas o efectos que serán objeto de detención o
incautación. Cuarta
Enmienda a la Constitución de los
Estados Unidos
Ninguna
persona será obligada a responder por un delito capital o
infamante si no es en virtud de denuncia o acusación por un
gran jurado... ni podrá persona alguna ser sometida dos veces
por el mismo delito a un juicio que pueda ocasionarle la pérdida
de la vida o la integridad corporal; ni será compelida en
ningún caso penal a declarar contra sí misma, ni será
privada de su vida, de su libertad o de su propiedad sin el debido
procedimiento de ley... Quinta
Enmienda
En
todas las causas penales, el acusado gozará del derecho a un
juicio expedito y público por un jurado imparcial... y a ser
informado de la naturaleza y causa de la acusación; a carearse
con los testigos en su contra; a que se adopten medidas obligatorias
para la comparecencia de los testigos que cite a su favor; y a la
asesoría de un abogado para su defensa. Sexta
Enmienda
Y
ningún estado privará a persona alguna de su vida, de
su libertad o de su propiedad sin el debido procedimiento de ley....
Decimocuarta
Enmienda
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Por
lo común, se piensa en el juicio por jurado como una de las
garantías individuales que se conceden a las personas acusadas
de un delito. Como hemos visto, también es un derecho
institucional pues pertenece tanto al pueblo en conjunto como al
individuo. Pero, como se ha evidenciado en las dictaduras, los
juicios por jurado pueden carecer de sentido, a menos que el proceso
esté regido por reglas que le garanticen la imparcialidad al
individuo. Un procedimiento en el que el juez permite el uso de
pruebas obtenidas en forma ilegal o en el que el acusado no tiene
acceso a un abogado, se le obliga a declarar contra sí mismo o
se le niega la posibilidad de presentar testigos en favor de su
causa, no es un juicio que cumpla con la norma del debido proceso de
ley. Los hombres que redactaron la Carta de Derechos sabían
esto, no sólo por su experiencia en la época colonial,
sino también por la historia de Gran
Bretaña, que desde la firma de la Carta Magna en 1215 se
comprometió a expandir el estado de derecho.
Hoy
tendemos a hacer énfasis en la relación de los derechos
con la libertad individual, pero hasta los derechos que más se
identifican como individuales --por ej., los derechos de las
personas acusadas de delitos-- tienen también una base
comunal. En la historia de los Estados Unidos, los derechos no tienen
el fin de exonerar al individuo de las normas de la comunidad;
existen, más bien, para fomentar una libertad responsable,
para permitir que todos y cada uno sean libres frente al poder
arbitrario. En el ámbito de la libertad de expresión,
la Carta de Derechos abre un espacio donde las voces disidentes
pueden ser escuchadas libremente, con lo cual tanto el individuo como
la comunidad se benefician. Los derechos de cualquier índole
son la protección de la comunidad contra la intromisión
injustificada de un gobierno central todopoderoso en la vida diaria.
Los derechos liberan a la comunidad y también al individuo.
En
lo que atañe a los derechos del acusado, los rasgos básicos
del debido proceso constan en la Constitución y sus detalles
han sido refinados por tribunales locales, estatales y federales a lo
largo de más de dos siglos. Muchas de esas cuestiones se
refieren a detalles de procedimiento que parecen minúsculos y
se diría que incluso son prosaicos. Pero, como explico una vez
el juez Felix Frankfurter, "la historia de la libertad
estadounidense es, en buena medida, la historia del procedimiento".
Su colega de la Corte Suprema, el juez Robert H. Jackson, coincidió
y dijo en una ocasión que, no importa qué otros
significados se le den, "lo que requiere de modo más
inexorable" el "debido proceso" es la imparcialidad procesal.
¿Qué
es el debido proceso de ley? No hay acuerdo absoluto sobre su
significado y en los dos últimos siglos los tribunales han
visto que el término abarca no sólo derechos procesales
sino también derechos sustantivos. En nuestro contexto, el
debido proceso de ley es eso que la Constitución --tal como
los tribunales la interpretan y complementan con legislación--
ha creado para proteger la integridad del sistema de justicia penal.
Esto no significa que en todos los casos se trate al acusado en la
misma forma. En realidad, no importa de qué se le acuse, todo
acusado tiene derecho a ciertos procedimientos que permitan
garantizar que al final tendrá un juicio justo, realizado
según las reglas de la ley, abiertamente y de modo que el
público pueda tener la seguridad de que el sistema es
equitativo. Aunque esto parece muy sencillo, la historia del
procedimiento penal en los Estados Unidos y en otros lugares muestra
que no lo es. Sólo en sociedades democráticas que
confían en sus derechos se puede desarrollar un sistema así.
La justicia militar es diferente por necesidad; la inmensa mayoría
de los casos mencionados en este ensayo fueron juzgados en tribunales
civiles.
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En
la época de la Revolución Estadounidense, el concepto
de los derechos del acusado había avanzado aquí mucho
más que en Gran Bretaña. Si consideramos las primeras
leyes estatales aprobadas después de esa contienda, en 1776,
nos encontramos con una lista de derechos que sorprende por su
modernidad e incluye el derecho a una fianza razonable, la exclusión
de toda confesión obtenida fuera de la corte, el derecho de
conocer los cargos, la acusación por gran jurado en casos
punibles con la pena capital, el juicio por jurado y otros más,
muchos de los cuales serían incluidos más tarde en la
Carta de Derechos (1791). Pero la Carta de Derechos se aplicaba sólo
al gobierno federal hasta la década de 1920 y la mayoría
de los casos penales eran juzgados en tribunales estatales bajo la
ley de cada estado. El resultado fue que a principios del siglo XX
había dos sistemas distintos de procedimientos penales en los
Estados Unidos.
Por
una parte, había un pequeño número de delitos
federales (es decir, definidos por leyes del Congreso) que debían
ser investigados por la pequeña fuerza de investigadores
federales, y juzgados en tribunales también federales bajo los
estrictos requisitos de la Carta de Derechos. Además, casi
desde el principio, si el acusado era demasiado pobre para contratar
un abogado, el tribunal le asignaba uno del colegio local para su
defensa. Por lo menos en el nivel federal, la idea de que el debido
proceso judicial requería la presencia de un abogado ya estaba
bien establecida a principios del siglo XX.
Por
otra parte estaban los tribunales de los estados, donde los delitos
estatales (definidos por las leyes de la legislatura de cada estado)
eran investigados por la policía local o estatal, instruidos
por fiscales de distrito locales o estatales en tribunales de dicho
estado y en los que sólo eran aplicables las disposiciones
estatales, no los derechos federales. Lo triste del caso es que en la
mayoría de los estados había pocos derechos procesales
e incluso esos pocos no se cumplían con el debido rigor.
Muchas veces se hacían registros domiciliarios sin orden
judicial; los detenidos podían ser interrogados por la policía
en forma intimidante y sin la presencia de un abogado; si no tenían
dinero para contratar un abogado, se les podía juzgar sin
defensor; en muchos estados, el acusado no tenía derecho de
negarse a declarar en sus juicios y si optaba por no hacerlo,
entonces su silencio se podía usar como "prueba" de su
culpabilidad; y si lo hallaba culpable, a menudo no se le concedía
el recurso de apelación.
Como
el sistema de este país es federal, las leyes varían no
sólo entre el gobierno federal y los estatales, sino también
de uno a otro estado. En los lugares donde la Constitución no
goza de una supremacía federal clara, la práctica usual
ha sido dar gran libertad de acción a los estados para que
conduzcan sus asuntos, incluso la investigación de delitos y
los juicios correspondientes. Hasta principios del siglo XX, los
tribunales federales operaban bajo el supuesto de que la Constitución
no les confería poder alguno para revisar los procedimientos y
los resultados de los juicios estatales. Es necesario decir que en
muchos estados las directrices procesales protegían a la vez
las garantías individuales y los derechos del gobierno
federal. Pero había un amplio espectro que abarcaba desde los
juicios que bajo cualquier criterio se podía considerar
imparciales, hasta los que sólo era posible describir como una
parodia de la justicia. Uno de estos últimos casos fue el que
indujo a los tribunales federales a intervenir por fin, lo cual dio
lugar a una redefinición del procedimiento penal en los
Estados Unidos en el medio siglo siguiente. |
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William Rawle, abogado de Filadelfia
(1825)
El
hombre más inocente, apremiado por la terrible solemnidad de
una acusación y un juicio públicos, puede ser incapaz
de defender su propia causa. Tal vez era el menos adecuado para
interrogar a los testigos presentados en su contra, para señalar
las contradicciones o defectos de sus testimonios y para
contrarrestar éstos con la presentación y aplicación
de su propio testimonio. |
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Es
posible que los ocho jóvenes negros (los "muchachos de
Scottsboro") que fueron acusados de violar a dos muchachas blancas
en Alabama en 1931 hayan sido inocentes, pero en la atmósfera
cargada de racismo de la Depresión en el sureste de Estados
Unidos, fue evidente que no tuvieron ni los conocimientos ni la
capacidad para defenderse. Los ocho fueron juzgados, declarados
culpables y sentenciados a muerte en simulacros de juicios que
duraron menos de un día. Los abogados que el juez designó
para defenderlos hicieron poco más que asomarse un momento al
tribunal y luego marcharse. Cuando las noticias de esa farsa de
justicia llegaron a los periódicos del norte, varios grupos
defensores de las libertades civiles se ofrecieron de inmediato a
proveer asesoría eficaz para hacer apelaciones y lograron
llevar el caso al sistema de tribunales federales y luego a la Corte
Suprema del país. |
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Juez
George Sutherland en Powell vs. Alabama (1932)
En
muchos casos, el derecho a ser escuchados sería de poca
utilidad si no incluyera el derecho de ser escuchados por un abogado.
Hasta un lego inteligente e instruido tiene un conocimiento escaso, y
a veces nulo, de la ciencia del derecho. Si se le acusa de un delito,
suele ser incapaz de determinar por sí mismo si el cargo es
correcto o no lo es. No está familiarizado con la
reglamentación de pruebas. Si no cuenta con la ayuda de un
abogado, puede ser llevado a juicio sin cargos fundamentados y tal
vez sea condenado con pruebas incompetentes o irrelevantes para el
caso o inadmisibles por otras razones. Carece de habilidad y de
conocimientos adecuados para preparar su defensa, aun cuando ésta
pudiera haber sido perfecta. Necesita que lo lleve de la mano un
abogado en cada paso del procedimiento instruido en su contra. Sin
esto, aunque no sea culpable se enfrenta al peligro de una condena
porque no sabe cómo probar su inocencia. Y si los hombres
inteligentes están en ese caso, ¡con cuánta más
razón lo estarán los ignorantes e iletrados o la gente
de intelecto débil! |
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El
caso Powell vs. Alabama es notable por dos cosas. Primera,
porque lanzó las cortes federales a una nueva misión,
la de supervisar el sistema de justicia penal de los estados, y éstas
lo hicieron bajo la Cláusula de la Decimocuarta Enmienda sobre
el Debido Proceso, que se aplica en forma específica a los
estados. La misión de los tribunales federales no era
entonces, y jamás lo ha sido, garantizar que el procedimiento
penal de cada uno de los estados sea idéntico al de todos los
demás. Más bien, los tribunales han tratado de definir
la protección mínima que la Constitución
exige en materia de derechos, para
garantizar el debido proceso. Por ejemplo, mientras en algunos
estados los jurados tienen 12 miembros, en otros hay jurados con
menos miembros para ciertos tipos de juicios. Los tribunales han
sostenido que esas variantes son aceptables, siempre que los juicios
y los jurados observen las normas mínimas de imparcialidad.
La
segunda es que Powell estableció la regla de que en los
casos en que se puede imponer la pena de muerte, la asesoría
efectiva de un abogado es un requisito constitucional. En el caso de
Alabama, los abogados sólo hicieron acto de presencia; no
hicieron nada para defender a sus clientes y, desde cualquier punto
de vista práctico, fue igual que si hubieran estado ausentes.
La Corte dictaminó que no sólo debe estar presente un
abogado, sino que éste tiene que proveer asesoría real
o, como se dice en lenguaje forense, una defensa efectiva.
Pero
la Corte que juzgó el caso Powell todavía creía
firmemente en un sistema federal y, aunque estaba dispuesta a ampliar
su función de supervisión, lo hizo con excesiva
lentitud y sólo cuando se enfrentó a un caso que
resultó tan ofensivo que los jueces no pudieron pasar por alto
la transgresión al debido proceso de ley. Por ejemplo, en
1936, el tribunal superior revocó las condenas de tres negros
que habían sido sometidos a intensas golpizas y tortura para
obligarlos a confesar la comisión de un homicidio. En Brown
vs. Mississippi (1936), el presidente de la Corte Suprema,
Charles Evans Hughes, declaró que cuando el Estado usa la
coerción para obtener confesiones está violando el
debido proceso de ley. La tortura "trastocó el sentido de la
justicia" y quebrantó un principio "tan arraigado en las
tradiciones de la conciencia de nuestro pueblo que se le puede
calificar de fundamental".
También en este caso, la Corte no estaba dispuesta a ampliar
la protección de las garantías explícitas de la
Carta de Derechos, pero se acogió a la cláusula de la
Decimacuarta Enmienda sobre el debido proceso de ley. Aclaró
que los estados tenían mucha libertad de acción para
decidir cómo estructurar sus juicios; ni siquiera era preciso
que éstos fueran con jurado, siempre que el procedimiento
adoptado, cualquiera que fuese, se ajustara a los principios de
imparcialidad que exige el ideal del debido proceso. |
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Presidente
de la Corte Suprema, Charles Evans Hughes, en sBrown v.
Mississippi (1936)
El
hecho de que un Estado pueda prescindir del juicio con jurado no
significa que pueda reemplazar el proceso judicial por la ordalía.
El potro y la cámara de torturas no pueden ser el sustituto
del banquillo de testigos. |
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Si
bien Powell estableció la regla de que los estados
deben proveer un abogado en casos de pena capital, no abordó
la cuestión de si también se ha de proveer un abogado a
los indigentes acusados de delitos que no se castigan con la pena de
muerte. Esta cuestión no tuvo respuesta en los Estados Unidos
sino hasta 1963, en uno de los casos más célebres en la
historia del país: Gideon vs. Wainwright..
Un
desocupado, Clarence Earl Gideon, fue declarado culpable de robar en
un salón de billar. Durante el juicio sostuvo que era inocente
y pidió que el juez le asignara un abogado, pues creía
que la Constitución de los Estados Unidos le garantizaba ese
derecho. El juez le respondió que, según la ley de
Florida, en su caso no tenía derecho a un defensor. Gideon se
defendió a sí mismo lo mejor que pudo, pero fue
declarado culpable a partir de pruebas esencialmente
circunstanciales. Ya en la cárcel, recurrió a la
biblioteca y buscó la forma de apelar su caso, primero ante la
Corte Suprema de Florida (que lo rechazó) y después en
la Corte Suprema del país.
A
fin de cuentas, la "apelación por indigencia" (in forma
pauperis) llegó a la Corte en medio de la "revolución
del debido proceso" del Tribunal de Warren. La Corte Suprema, bajo
la dirección de su presidente Earl Warren, estaba en vías
de dictaminar que la cláusula de la Decimocuarta Enmienda
sobre el debido proceso de ley "incluye" también otros
elementos del debido proceso tal como se lo define en la Carta de
Derechos. La Corte no había decidido aún si el derecho
de contar con un abogado, según la Sexta Enmienda, debía
ser incorporado, y la apelación de Gideon les dio oportunidad
de tomar esa decisión. Y como lo hace siempre que acepta una
apelación por indigencia, la Corte asignó a un abogado
la tarea de defender a Gideon, que en ese caso fue uno de los más
eminentes de Washington, Abe Fortas, que más tarde sería
miembro de la misma Corte. (Los bufetes de abogados consideran un
gran honor que la Corte los invite para prestar este tipo de
servicio, a pesar de que no se les paga ni un centavo por los miles
de dólares que gastan en la preparación de la defensa.)
En
su argumentación verbal, Fortas convenció a los jueces
de que nunca podría haber un juicio realmente imparcial y que
el requisito del debido proceso de ley jamás se cumpliría,
a menos que el acusado, sin importar cuales fueran sus recursos
económicos, pudiera contar con los servicios de un abogado. La
Corte estuvo de acuerdo y en su veredicto amplió este derecho
fundamental a todas las personas acusadas de delitos graves. Al cabo
de pocos años, la Corte encabezada por el presidente Warren
Burger amplió esta protección a los cargos por delitos
menores que pueden sen sancionados con una sentencia de
cárcel. |
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Procurador
General Robert F. Kennedy en el caso Gideon (1963)
Si
un oscuro convicto de Florida llamado Clarence Earl Gideon no se
hubiera sentado en la celda de su prisión, provisto de lápiz
y papel para escribir una carta a la Corte Suprema, y si ésta
no se hubiera tomado la molestia de buscar algún mérito
en aquella burda solicitud, perdida entre las piezas de correo que
recibe sin duda todos los días, la gran maquinaria del derecho
estadounidense habría seguido funcionando sin perturbación
alguna.
Pero
Gideon escribió esa carta y la Corte se interesó por su
caso; se le juzgó de nuevo con la ayuda de un abogado defensor
competente, se le declaró inocente y fue liberado de la
prisión después de dos años de castigo por un
delito que no cometió... y así se modificó todo
el curso de la historia jurídica de los Estados
Unidos. |
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El
papel del abogado se considera fundamental para proteger los derechos
de la persona acusada de un delito, pero la sola presencia del
abogado serviría de poco si no fuera por el cúmulo de
derechos codificados cuya finalidad es brindar protección al
acusado. Por ejemplo, el tipo de pruebas que se pueden presentar en
un caso penal está regido por las salvaguardas establecidas en
la Cuarta Enmienda contra la incautación y el registro
domiciliario realizados en forma ilegal. También en este caso,
la experiencia de los colonos bajo el dominio británico en el
siglo XVIII configuró las preocupaciones de la generación
de los Fundadores.
A
pesar de que la ley británica exigía la emisión
de una orden judicial para que la policía pudiera registrar el
domicilio de una persona, el gobierno colonial británico
utilizaba autos de tipo general, conocidos como interdictos de
despojo, que autorizaban a los oficiales para buscar casi cualquier
cosa en casi cualquier lugar. El concepto de la orden judicial de
tipo general databa del reinado de los Tudor bajo Enrique VIII, y la
resistencia contra la amplitud de su alcance empezó a crecer a
principios del siglo XVIII. Los críticos de la orden de tipo
general decían que ésta es "una insignia de
esclavitud impuesta a todo el pueblo, que expone el hogar de
cualquier hombre a ser objeto de allanamiento y registro por gente
que él no conoce". Sin embargo, el gobierno los seguía
utilizando y llegaron a ser una importante fuente de fricción
entre el gobierno de Su Majestad y los colonos norteamericanos. La
dificultad de la orden judicial de tipo general era su falta de
especificidad. Por ejemplo, en la Inglaterra de 1763, una orden
típica emitida por el Secretario de Estado dispuso la
"búsqueda diligente" del autor, el impresor y el editor
--no identificados-- de un periódico satírico, The
North Briton, y la incautación de sus documentos. Eso dio
lugar al registro de cinco viviendas cuando menos, el arresto de 49
personas (la mayoría ellas eran inocentes) y la confiscación
de miles de libros y documentos. La oposición a las órdenes
judiciales se generalizó en Inglaterra y poco a poco logró
obligar al gobierno a restringir su aplicación. |
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El
presidente de la Corte Suprema, Sir Charles Pratt, habla de la orden
judicial general (1762)
Irrumpir
en el hogar de un hombre al amparo de una orden judicial sin nombre
con el fin de buscar pruebas es peor que la Inquisición
española; [es] una ley bajo la cual ningún inglés
desearía vivir ni una sola hora. |
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A
pesar de las restricciones impuestas en la madre patria, el uso de la
orden judicial de tipo general siguió siendo muy común
en las colonias y fue la causa de una de las quejas más graves
de los colonos hacia Gran Bretaña. En un célebre
discurso contra el interdicto de despojo, James Otis, uno de los
miembros de la asamblea colonial de Massachusetts, dijo que aquél
es "contrario a los principios básicos de la ley, [como] el
privilegio de [la inviolabilidad de] la vivienda... [Es] el peor
instrumento del poder arbitrario, el más destructivo para la
libertad de los ingleses que se haya escrito jamás en un libro
de derecho inglés". Después de la Revolución,
los estados promulgaron muy diversas leyes para limitar el uso de
esas órdenes judiciales y cuando James Madison redactó
la Carta de Derechos, especificó en la Cuarta Enmienda otras
restricciones para el uso de órdenes judiciales.
Para
conseguir una orden judicial bajo la Constitución de los
Estados Unidos, la policía debe presentar pruebas que obren en
su poder e indiquen a la persona específica a quien desean
arrestar o el lugar concreto que quieren registrar. Sus datos deben
ser específicos. La persona tiene que ser identificada por su
nombre, no sólo como "el hombre que vive en esa casa". La
policía debe especificar qué es lo que va a buscar
--contrabando, drogas, armas-- y no basta que declare su deseo de
registrar la vivienda de una persona sospechosa. Para obtener esa
orden judicial, deben contar con lo que la Cuarta Enmienda describe
como una "causa probable". No se trata de una prueba abrumadora
de la presencia de contrabando en cierta casa o de que una persona en
especial haya cometido en verdad un delito. Lo que deben demostrar es
que existe una alta probabilidad de que esa persona haya cometido un
acto ilegal específico y que lo más probable es que el
registro de ese lugar arroje pruebas particulares de un delito.
La
Cuarta Enmienda guarda silencio en cuanto a la aplicación de
estas disposiciones y, por muchos años, la policía de
los estados registró viviendas y arrestó personas, a
veces sin contar con orden judicial alguna o con órdenes
obtenidas sin demostrar en realidad una causa probable. Los
tribunales sostuvieron que los oficiales federales de la ley tenían
que acatar las altas normas de la Constitución y crearon lo
que se llegó a conocer como la "regla de exclusión".
Según esta norma, las pruebas obtenidas sin la orden judicial
apropiada no podían ser presentadas en un juicio. Cuando los
tribunales federales ampliaron el alcance de la Carta de Derechos
para que también fuera aplicable en los estados, aplicaron al
mismo tiempo la regla de exclusión a la policía estatal
y a los tribunales de primera instancia. |
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Juez
Tom Clark en Mapp vs. Ohio (1961)
[Sin
la regla de exclusión] la garantía contra registros
fuera de lo razonable sería "un formulismo verbal" carente
de valor y no merecería ser mencionada en una carta perpetua
de las libertades humanas inapreciables. Así mismo, sin esa
regla, la garantía de no sufrir la invasión estatal de
la privacidad sería tan efímera y quedaría tan
claramente desvinculada de su nexo conceptual con el derecho de no
ser víctima de ningún método brutal de coerción
para la obtención de pruebas, que no merecería el alto
aprecio que esta Corte le otorga como una garantía "implícita
en el concepto de la libertad dentro del orden". |
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A
pesar de que ha habido algunas críticas a la regla de
exclusión --el juez Cardoso, quien fue célebre en una
época, dijo que a causa de esa regla "se deja en libertad al
criminal porque el policía cometió un error"--,
también existe un acuerdo general de que ella es el único
medio para dar cumplimiento a los requisitos de la Cuarta Enmienda.
Con ella se tiene la seguridad de que el Estado, con todo el poder
que representa, acatará las reglas. Y si no lo hace, entonces
no puede usar pruebas obtenidas de manera ilegal para acusar a una
persona, a pesar de que ésta en verdad sea culpable. Aunque
esto les puede parece excesivo a algunos, cumple con un fin más
alto: garantizar que la conducta de la policía será
correcta.
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El
derecho a la ayuda de un abogado, como indica la Sexta Enmienda,
también está atado a menudo a lo que algunos
especialistas llaman "el Gran Derecho" de la Quinta Enmienda,
según el cual nadie puede ser obligado a presentar "un
testimonio contra sí mismo" en un procedimiento penal. El
origen de este derecho se remonta a las objeciones contra los
procedimientos inquisitoriales de los tribunales eclesiásticos
medievales y de las cortes británicas de las Cámaras de
Estrellas. A fines del siglo XVII, la máxima nemo tenetur
prodere seipsum (ningún hombre está obligado a
declarar contra sí mismo) ya había sido adoptada por
las cortes británicas del derecho consuetudinario y su
significado se amplió para incluir el hecho de que nadie está
obligado a responder ninguna pregunta sobre sus propios actos. El
Estado podía someter a juicio a una persona, pero no le podía
exigir que le ayudara en el proceso. Las colonias aplicaron esta
doctrina como parte del derecho consuetudinario recibido, y muchos
estados la incorporaron a sus primeras declaraciones de derechos.
Madison la incluyó como asunto de rutina al redactar la Carta
de Derechos federal.
Este
privilegio fue objeto de fuertes críticas a principios de la
década de 1950, cuando los testigos se negaron a responder las
preguntas del senador McCarthy en las audiencias del comité
del Congreso sobre "Actividades Antinorteamericanas", una
investigación casi judicial de la actividad de los comunistas
en los Estados Unidos que consistía en orillarlos a una
posible autoincriminación. En la mente del público,
"acogerse a la Quinta" quedó asociado a los comunistas, y
los comentaristas dijeron que una persona realmente inocente no
dudaría en subir al estrado y decir la verdad en los juicios
penales o ante los comités de investigación. La prensa
popular publicó artículos sobre si este derecho
constitucional, que supuestamente sólo protegía a la
gente culpable, debía ser enmendado.
Sin
embargo, la Corte siguió adoptando un punto de vista expansivo
de este derecho, como lo había hecho desde fines del siglo XIX
cuando estableció que el privilegio contra la
autoincriminación se debía aplicar en cualquier
procedimiento penal, lo mismo que en los casos civiles en los que tal
testimonio se pudiera usar después en audiencias penales. El
privilegio no es absoluto; la gente no se puede negar a que se
impriman sus huellas dactilares, se le extraigan muestras de sangre,
se grabe su voz u otras evidencias físicas, o se le someta a
pruebas de intoxicación, aunque todo eso pueda resultar
incriminatorio. Pero en un juicio, el acusado tiene derecho de
guardar silencio, y cualquier comentario adverso contra su mutismo,
ya sea en labios del juez o el fiscal, es una violación del
privilegio constitucional.
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Aun
cuando la persona acusada no puede ser obligada a rendir testimonio,
sí puede confesar en forma voluntaria y su confesión se
puede usar como prueba. De hecho, en muchos casos penales resultantes
de actos cometidos a causa de la pasión o bajo el efecto de
drogas por personas que no son criminales de carrera, el sospechoso
está ansioso de confesar. La antigua regla del derecho
consuetudinario contra las confesiones obtenidas mediante tortura,
amenazas, coerción o promesas, fue reafirmada por la Corte en
1884, como parte del derecho constitucional. En la época
moderna, a pesar del "Miedo a los Rojos" de la década de
1950, la Corte Suprema siguió refinando la prueba para proveer
a la policía de la mejor orientación sobre la forma de
desempeñar sus responsabilidades sin dejar de respetar las
restricciones de la Carta de Derechos.
El
tribunal hizo énfasis en que las confesiones deben ser
voluntarias y no fruto de la coerción física o la
brutalidad psicológica. Después, la Corte vinculó
el privilegio de la Quinta Enmienda con el derecho a la asesoría
de un abogado, consagrado en la Sexta Enmienda, sobre la base de que
sólo si desde el principio se instruye al acusado sobre sus
derechos, incluso el de guardar silencio, puede ser admisible su
confesión ulterior. |
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Juez
Arthur Goldberg en Escobedo vs. Illinois (1964)
Nuestra
Constitución rompe el equilibrio y favorece el derecho del
acusado a ser asesorado por su abogado sobre su privilegio de no
incriminarse a sí mismo.... Ningún sistema que valga la
pena preservar debe temer que el acusado se percate de sus derechos y
los ejerza porque se le permite consultar a un abogado. Si el
ejercicio de los derechos constitucionales coarta la eficacia de un
sistema de aplicación de la ley, entonces algo anda muy mal en
ese sistema. |
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Después,
en 1966, la Corte Suprema pronunció el memorable veredicto de
Miranda vs. Arizona. La policía y los tribunales
menores deseaban contar con una regla clara que les ayudara a
determinar si habían cumplido todos los requisitos
constitucionales, y la Corte les proporcionó esa regla en el
caso Miranda. Según el presidente de la Corte Suprema,
Warren, a la persona arrestada se le debe informar en términos
claros e inequívocos que tiene derecho constitucional de
guardar silencio, y que todo lo que diga en ese momento podrá
ser usado en su contra más tarde, en el tribunal. Además,
los oficiales deben instruir al sospechoso sobre su derecho de llamar
a un abogado y que si no tiene fondos para contratarlo, el Estado se
lo proveerá. Si el interrogatorio de la policía se
realiza sin la presencia de un abogado defensor, advirtió el
presidente de la Corte Suprema, "al gobierno corresponde la pesada
carga de probar que el acusado, con pleno conocimiento y de manera
inteligente, renunció a su privilegio de no incriminarse a sí
mismo y al derecho de contar con un abogado".
El
veredicto del caso Miranda desató una tormenta de
críticas contra la Corte porque presuntamente mimaba a los
criminales, pero en poco tiempo la firmeza fundamental del caso
Miranda fue percibida con claridad. Los
departamentos de policía más progresistas del país
no tardaron mucho en anunciar que aplicaban prácticas
similares desde hacía años y que eso no mermaba su
eficacia para investigar o resolver delitos. Los criminales que
deseaban confesar lo hacían en cualquier caso; en otras
ocasiones, por la falta de una confesión sólo se
requería un trabajo más eficaz de la policía
para localizar a la parte culpable y lograr su condena. En cuanto a
las críticas de que ese veredicto fomentaba el delito, el
procurador general Ramsey Clark explicó que "las reglas del
tribunal no generan delitos". Muchos fiscales coincidieron y uno de
ellos comentó que "el efecto que los cambios en las
decisiones y en la práctica procesal del tribunal producen
sobre el índice de delitos es más o menos igual al que
produciría una aspirina en un tumor del cerebro".
Muy
poco pueden hacer La Corte y la Constitución si una persona
comete un delito. Su preocupación --y la de toda la sociedad--
es que cuando la policía aprehende a una persona sospechoso,
ésta no sea enviada a la cárcel ni condenada a muerte
sin el debido proceso de ley. La prevención del delito es
responsabilidad de las ramas legislativa y ejecutiva, que son las que
hacen las leyes y asumen la responsabilidad final de su cumplimiento.
Pero en los Estados Unidos lo deben hacer dentro de los parámetros
que la Constitución establece. En virtud de que los Forjadores
sabían demasiado bien que los tribunales pueden ser
pervertidos por un monarca dictatorial, hicieron su mejor esfuerzo
por dar a los tribunales una independencia total en la interpretación
y aplicación de la ley.
Y
como ellos habían visto la forma en que la ley penal se puede
usar para acusar a los opositores políticos del gobierno,
tomaron una decisión irrevocable. No sólo conferirían
a la persona acusada de un delito el cúmulo de derechos que
definen el debido proceso de ley, incluido un juicio imparcial y
expedito por sus iguales, sino insistieron también en que todo
el sistema se apoyara en la suposición de que a dicha persona
se le debe considerar inocente mientras no se demuestre su
culpabilidad sin la menor sombra de duda. En una sociedad
democrática, ningún hombre o mujer debe tener que
demostrar su inocencia cuando se le acusa de un delito. Más
bien, al Estado le corresponde la carga de probar la culpa y debe
hacerlo de manera convincente.
¿Escaparán
de la justicia algunos criminales porque logran ocultar bien sus
huellas y la policía no acierta a fincar una acusación?
Sí, y ese es uno de los precios que pagamos por un sistema que
impone el debido proceso de ley. Un criminal puede quedar libre en
alguna ocasión, pero nuestra meta es garantizar que ninguna
persona inocente sea castigada por error. El sistema no es perfecto,
pero en verdad está regido por sus ideales. Para que los
derechos del pueblo estén protegidos en una democracia, el
debido proceso de ley tiene que ser algo más que una simple
frase.
Lecturas
complementarias:
David J. Bodenhamer, Fair Trial: Rights of the Accused in American
History (New York: Oxford University Press, 1992).
Jacob W. Landynski, Search and Seizure and the Supreme Court
(Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1966).
Leonard W. Levy, Origins of the Fifth Amendment (New York: Oxford
University Press, 1968).
Anthony Lewis, Gideon's Trumpet (New York: Random House,
1964).
Melvin I. Urofsky, The Continuity of Change: The Supreme Court and
Individual Liberties, 1953-1986 (Belmont, CA: Wadsworth Press,
1989).
Samuel Walker, Popular Justice: A History of American Criminal Justice
(New York: Oxford University Press, 1980)
Captulo 9:
Los derechos de propiedad »
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