LOS DERECHOS DEL PUEBLO
Prefacio
Introducción
Capítulo 1
Las raíces de la libertad religiosa
Capítulo 2
La libertad religiosa en la era moderna
Capítulo 3
La libertad de expresión
Capítulo 4
La libertad de prensa
Capítulo 5
El derecho de portar armas
Capítulo 6
Privacidad
Capítulo 7
El juicio por jurado
Capítulo 8
Los derechos del acusado
Capítulo 9
Los derechos de propiedad
Capítulo 10
El castigo cruel o inusual
Capítulo 11
Igual protección de la ley
Capítulo 12
El derecho de voto
 
Los Derechos del Pueblo:
Libertad individual y la Carta de Derechos

—  C  A  P  Í  T  U  L  O     3  —
La libertad de expresión
Congreso no aprobará ninguna ley... que coarte la libertad
de expresión....

— Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos


La libertad de 
expresión

Si algún derecho hay que una sociedad democrática aprecie por encima de todos los demás es la libertad de expresión. La capacidad de decir lo que uno piensa, de impugnar la ortodoxia política de la época, de criticar las estrategias del gobierno sin temor de ser recriminados por el Estado, es la diferencia esencial entre vivir en un país libre o en una dictadura. En el panteón de los derechos del pueblo, el juez de la Corte Suprema Benjamin Cardozo, quien prestó servicio de 1932 a 1938, escribió que la libertad de expresión es "la matriz... la condición indispensable de casi todas las demás libertades".

Aun cuando los estadounidenses suponen que la libertad de expresión es el valor esencial de la democracia, discrepan cuanto al grado en que la Primera Enmienda protege las distintas modalidades de expresión. Por ejemplo, ¿protege las expresiones de odio dirigidas a grupos étnicos o religiosos en particular? ¿Protege las "palabras belicosas" que pueden inducir a la gente a la violencia inmediata? ¿El material obsceno está protegido por el parapeto de la Primera Enmienda? ¿Las expresiones comerciales --anuncios o material de relaciones públicas que divulgan las empresas-- son dignas de recibir protección constitucional? En los últimos decenios, estas preguntas han sido parte de un debate constante, tanto en el gobierno como en los foros públicos, y en muchos aspectos no se ha llegado aún a un consenso. Sin embargo, eso no es ni sorprendente ni perturbador. La libertad es un concepto en evolución y a medida que nos enfrentamos a nuevas ideas, el gran debate prosigue. La irrupción de la Internet no es más que el último de una serie de desafíos para entender el significado de la protección que la Primera Enmienda brinda a la libertad de expresión en una sociedad contemporánea.

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La libertad de expresión no siempre fue el derecho que lo abarca todo, como lo es hoy. A mediados del siglo XVIII, cuando Sir William Blackstone escribió su célebre Commentaries on the Laws of England (Comentarios sobre las leyes de Inglaterra) definió la libertad de expresión como la ausencia de restricción previa. Con eso quiso decir que el gobierno no puede impedir que alguien diga o publique lo que piensa, pero una vez que la persona ha expresado esas ideas, se le puede castigar si ha empleado un tipo de expresión prohibido. Los ingleses, como los antiguos griegos, establecieron restricciones legales sobre tres tipos de expresión --sedición (la crítica contra el gobierno), difamación (la crítica contra individuos) y blasfemia (la crítica contra la religión)-- y a los tres los denominaron "libelos". Entre éstos, el más importante en términos de libertad política es el libelo sedicioso, porque las elites gobernantes de la época de Blackstone consideraban que cualquier crítica al gobierno o sus funcionarios, aunque fuera verídica, subvertía el orden público al socavar la confianza en el gobierno. Aunque, según Blackstone, el gobierno, no podía impedir que alguien lo criticara, podía castigar a la persona una vez que ésta hubiera expresado la crítica.

En los siglos XVII y XVIII, la corona británica juzgó cientos de casos de libelo sedicioso y a menudo impuso sanciones draconianas. Cuando William Twyn declaró que el pueblo tenía derecho de rebelarse contra su gobierno, fue arrestado y condenado por sedición y por "imaginar la muerte del rey". El tribunal lo sentenció a ser ahorcado, castrado, destripado, descuartizado y después decapitado. Ante la posibilidad de ese tipo de castigo después de publicar una opinión, la ausencia de restricción previa tenía poco significado.

Los colonizadores ingleses que llegaron a Norteamérica trajeron consigo la ley de su país, pero no tardó en surgir una discrepancia entre la teoría y la práctica, entre la ley escrita y su aplicación. Las asambleas coloniales aprobaron estatutos para regular la expresión, pero ni los gobernadores ni los tribunales locales parecieron dispuestos a ponerlos en práctica con algún grado de rigor. Más aún, a raíz del célebre caso de John Peter Zenger (que se comenta en el capítulo sobre "la libertad de prensa"), los colonizadores establecieron la verdad como defensa contra el cargo de libelo sedicioso. La persona todavía podía ser acusada si criticaba al gobierno o sus funcionarios, pero ahora el acusado podía presentar evidencias de la veracidad de sus declaraciones y el jurado era quien debía determinar su validez.

Desde la época en que los estados ratificaron la Primera Enmienda ("El Congreso no aprobará ninguna ley.... que coarte la libertad de expresión o de prensa....") en 1791 hasta la Primera Guerra Mundial, el Congreso aprobó sólo una ley que restringe la expresión: la Ley de Sedición de 1798. Éste fue un estatuto mal concebido que surgió de la confrontación casi bélica con Francia y expiró tres años después. Aun así y aunque este instrumento legislativo ha sido amplia y debidamente condenado, es conveniente señalar que incluía la posibilidad de usar la verdad como defensa. También durante la Guerra Civil de los Estados Unidos en 1861-1865, hubo algunos reglamentos menores en contra de la sedición, pero no fue sino hasta la Ley de Espionaje de 1917 y la Ley de Sedición de 1918 cuando empezó el verdadero debate en torno al significado de la cláusula de la Primera Enmienda sobre la libertad de expresión (Cláusula de Expresión) . Ese debate ha sido público y en él han participado el pueblo, el Congreso y el presidente del país, pero se ha desarrollado sobre todo en los tribunales.

Los primeros casos que llegaron a la Corte Suprema surgieron de esas medidas de tiempo de guerra, contra la perturbación del orden militar o contra las críticas al gobierno, y la Corte los aprobó inicialmente. El mensaje de los jueces pareció ser que aun cuando la libertad de expresión es la regla, no es algo absoluto y en ciertos períodos --sobre todo en tiempo de guerra-- se la puede restringir por el bien público.

 
Juez Oliver Wendell Holmes, Jr., en Schenck vs. Estados Unidos (1919)

Admitimos que, en muchos lugares y en tiempos ordinarios, los acusados declaran que todo cuanto han expresado en la circular [panfleto] se enmarca en el ámbito de sus derechos constitucionales. Pero el carácter de cada acto depende de las circunstancias en las que se realiza. La protección más estricta de la libertad de expresión no sería aplicable a un hombre que, sin apego a la verdad, gritara "¡fuego!" en un teatro y provocara el pánico. En todos los casos, la cuestión es si las palabras empleadas fueron expresadas en tales circunstancias y su índole es tal, que puedan suscitar el peligro claro y presente de provocar los daños sustantivos que el Congreso tiene derecho de prevenir. Es un asunto de proximidad y grado. Cuando una nación está en guerra, muchas cosas que podrían decirse en tiempo de paz se vuelven un obstáculo tan grave para sus campañas bélicas, que no es posible tolerarlas mientras haya hombres en combate, y ningún tribunal las puede proteger bajo derecho constitucional alguno.

 

La prueba de "un peligro claro y presente" de Holmes fue recibida como una idea muy sensata. Sí, la expresión tiene que ser libre, pero no con una libertad absoluta; el sentido común (la necesidad obvia de castigar a quien grite "fuego" en un teatro lleno) y las exigencias de la guerra imponen a veces la necesidad de poner límites a la expresión. La prueba del peligro claro y presente sería aplicada en una u otra forma por los tribunales durante casi 50 años, pues pareció ser un medio práctico y directo de determinar cuándo han sido rebasados los límites de la libertad de expresión. Pero desde el principio causó problemas y la tradición de la libertad de expresión era tan fuerte en los Estados Unidos que los críticos impugnaron no sólo la campaña del gobierno contra los críticos de la guerra sino el hecho mismo de que la Corte hubiera aprobado esa prueba.

Una de las grandes voces en la historia de la libertad de expresión fue la de Zechariah Chafee, Jr., un afable profesor de leyes de Harvard, heredero de una familia rica y de alto nivel social, que dedicó toda su vida a defender el derecho de toda la gente a expresar sus ideas sin temor de posibles represalias del gobierno. Él sugirió lo que para muchas personas de entonces y de ahora es una idea radical: que la libertad de expresión se debe mantener intacta aun en tiempo de guerra y cuando las pasiones son intensas, porque es entonces cuando el pueblo necesita conocer los argumentos de ambos lados de la disputa y no sólo lo que el gobierno quiere decir.

 
Zechariah Chafee, Jr., habla de la libertad de expresión (1920)

Tampoco podemos dejar de lado la libertad aduciendo que es tiempo de guerra y la Constitución confiere al Congreso la facultad expresa de formar ejércitos. La Primera Enmienda fue redactada por hombres que acababan de pasar una guerra. Para que tenga significado, debe restringir los poderes que se conceden expresamente al Congreso, ya que éste no tiene otros poderes, y se debe aplicar a las actividades del gobierno que son más idóneas para coartar la libertad de discusión, a saber, el servicio postal y la conducción de la guerra.

Éste parece ser el verdadero significado de la libertad de expresión. Uno de los propósitos más importantes de la sociedad y el gobierno consiste en el esclarecimiento y divulgación de la verdad en asuntos de interés general. Esto sólo es posible si existe una libertad de discusión absolutamente ilimitada porque... en cuanto la fuerza interviene en el debate, sólo el azar decide si apoyará al lado que miente o al verdadero, con lo cual la verdad pierde toda su ventaja natural en la confrontación. Sin embargo, el gobierno tiene también otros propósitos, como el orden, la educación de los jóvenes, la protección ante una agresión externa. A veces la discusión sin límites interfiere con estos propósitos y nos obliga a ponderarlos frente a la libertad de expresión, pero esta última debe tener un gran peso en la balanza. La Primera Enmienda confiere carácter obligatorio a este principio de sensatez política.

Por lo tanto, en tiempo de guerra debe haber libertad de expresin, a menos que se trate de algo que implique la clara posibilidad de interferir en forma directa y peligrosa con la conduccin de la contienda.

 

Chafee ya había presentado este argumento en artículos y, a raíz de la decisión de Holmes en el caso Schenck, se reunió con el jurista y lo convenció de que había cometido un error. Al cabo de un año, cuando otro caso de sedición fue ventilado en la Corte, la mayoría usó la prueba del peligro claro y presente para declarar que los acusados eran culpables de libelo sedicioso. Sin embargo el autor de la prueba, secundado por su colega el magistrado Louis D. Brandeis, causó gran sorpresa al presentar una enérgica refutación.

 
Juez Oliver Wendell Holmes, Jr., discrepancia en Abrams vs. los Estados Unidos (1919)

La persecución a causa de la expresión de opiniones me parece muy lógica. Si no tienes ni la menor duda de tus premisas o de tu poder y deseas con todas tus fuerzas lograr cierto resultado, es natural que expreses tus deseos dentro de la ley y arrases con toda posible oposición. Permitir que un opositor se exprese parece indicar que lo consideramos inofensivo, como cuando un hombre dice que halló la cuadratura del círculo, o bien, que no nos interesa en verdad el resultado o que dudamos de nuestro propio poder o nuestros argumentos. Pero cuando los hombres comprenden que el tiempo ha alterado muchas creencias en pugna, pueden llegar a creer, aún más de lo que creen en los fundamentos de su propia conducta, en la idea de que el bien deseado definitivo se logra mejor con el libre comercio de las ideas: que la mejor prueba de la verdad es el poder del pensamiento para ser aceptado en la competencia del mercado, y que la verdad es el único terreno sobre el cual podrán realizar sus deseos en forma segura. Que, bajo cualquier concepto, esa es la teoría de nuestra heory of our Constitution. Constitución. Tiene algo de experimental porque todo en la vida es un experimento. Todos los años, y quizá todos los días, tenemos que apostar nuestra salvación a alguna predicción basada en un conocimiento imperfecto. A pesar de que ese experimento forma parte de nuestro sistema, creo que deberíamos estar en perpetua vigilancia contra cualquier impulso de reprimir la expresión de las opiniones que detestamos y creemos cargadas de muerte, a menos que representen una amenaza tan inminente de interferir con los propósitos legales y apremiantes de la ley, que sea menester reprimirlas de inmediato para salvar al país. Estoy en total desacuerdo con el argumento del gobierno, según el cual la Primera Enmienda redujo al derecho consuetudinario al papel de un libelo sedicioso en vigor. Me parece que la historia ha refutado esa tesis. Según mi interpretación, Estados Unidos demostró por muchos años su arrepentimiento a causa de la Ley de Sedición de 1798, reembolsando las multas que había impuesto. Sólo una situación de emergencia en la que el hecho de dejar para más tarde la corrección de un mal implique un peligro inmediato justifica que se haga una excepción al mandato general, "El Congreso no aprobará ninguna ley... que coarte la libertad de expresión". Por supuesto, sólo me refiero a la expresión de opiniones y exhortativas, pues sólo eso fue lo que se expresó aquí, pero lamento no poder exponer en palabras más elocuentes mi opinión de que al condenar a los acusados por este cargo, se les privó de los derechos que les concede la Constitución de los Estados Unidos.

 

A menudo se considera que la discrepancia de Holmes en el caso Abrams marcó el inicio del interés de la Corte Suprema por la libertad de expresión como un derecho clave de la sociedad democrática, y planteó la idea de que la democracia se apoya en un mercado libre de las ideas. Algunas ideas pueden ser impopulares, otras tal vez perturbadoras y algunas incluso falsas. Pero en una democracia hay que conceder a todas las ideas la misma oportunidad de ser escuchadas, con la esperanza de que las falsas, las innobles, las inútiles, sean desplazadas por la acumulación de ideas correctas, de esas que facilitan el progreso en una forma democrática. La analogía del mercado propuesta por Holmes sigue siendo admirada por muchos porque le brinda apoyo a la libertad intelectual.

La teoría del "mercado de ideas" se relaciona también con uno de los pilares de la democracia, el derecho del pueblo a decidir. Hace dos siglos, Thomas Jefferson apoyó su fe en la democracia en el buen juicio de la población para tomar por sí misma la decisión más apropiada. El pueblo, y no los gobernantes, debe decidir las cuestiones más importantes de cada día mediante una discusión libre seguida de elecciones libres. Si a un grupo se le impide que exprese sus ideas porque éstas son ofensivas, entonces el público en conjunto será privado de la gama completa de datos y teorías que debe sopesar para lograr el mejor resultado.

Ni Holmes ni nadie más ha sugerido que no haya límites para la expresión; más bien, como veremos pronto, gran parte del debate de los últimos siete decenios ha girado en torno de dónde trazar la línea divisoria entre la expresión protegida y la no protegida. El meollo del debate ha sido la pregunta: "¿Por qué hemos de extender el manto de la protección constitucional sobre este tipo específico de expresión?". El único aspecto en el que ha habido un consenso general es en cuanto a que la Cláusula de Expresión, de la Primera Enmienda, además de todo lo que abarca, protege también la expresión política. Y lo hace porque, como bien lo entendieron Jefferson y Madison, la sociedad democrática no puede existir sin libertad de expresión política. El razonamiento en que se basa esta opinión, el cual sigue siendo quizá la más grande exposición de la libertad de expresión en la historia de los Estados Unidos, es la opinión Louis D. Brandeis en un caso referido a una ley estatal contra el libelo sedicioso.

La mayoría de los miembros de la Corte, usando la prueba del peligro claro y presente, defendieron la legitimidad constitucional de la ley de California sobre el libelo sedicioso porque, según dijeron, el Estado está facultado para castigar a quien abuse de su derecho a la expresión "al publicar cosas contrarias al bienestar del público, que tiendan a incitar al crimen, perturben la paz pública o pongan en peligro los fundamentos del gobierno organizado y amenacen con derrocarlo". Igual que Holmes, Brandeis no estuvo de acuerdo y al exponer su opinión trazó las líneas que conectan la Primera Enmienda con la democracia política y, de hecho, hizo de aquélla "la condición indispensable" de otras libertades, como lo escribió más tarde Cardozo.

 
Juez Louis D. Brandeis en Whitney vs. California (1927)

Para sacar conclusiones firmes en estos temas, debemos tener presente la razón más común por la cual se le niega al Estado la facultad de prohibir la divulgación de una doctrina social, económica y política que la gran mayoría de sus ciudadanos considera falsa y plagada de consecuencias perversas.

Los que conquistaron nuestra independencia estimaron que el fin último del Estado es dar libertad a las personas para que desarrollen sus facultades y que, en su gobierno, las fuerzas de liberación debían prevalecer sobre lo arbitrario. Ellos valoraron la libertad como medio y como fin. Consideraron que la libertad es el secreto de la felicidad y que el valor es el secreto de la libertad. Creían que la libertad de pensar como uno quiera y hablar como le plazca son los medios indispensables para el descubrimiento y la difusión de la verdad política; que sin la libertad de expresión y de reunión, toda discusión es inútil; que con ellas, la discusión cuenta de ordinario con la protección adecuada para evitar la diseminación de doctrinas perniciosas; que la mayor amenaza para la libertad es un pueblo indolente; que la discusión pública es un deber político; y que esto debe ser un principio fundamental del gobierno de los Estados Unidos. Reconocieron los peligros a los que están expuestas todas las instituciones humanas. Pero sabían que el orden no se puede conseguir sólo por medio del temor o el castigo a quien lo infrinja; que es peligroso desalentar el pensamiento, la esperanza y la imaginación; que el miedo engendra la represión; que la represión engendra el odio; que el odio amenaza a un gobierno estable; que el sendero de la seguridad pasa por la oportunidad de discutir con libertad los supuestos agravios y los remedios propuestos; y que el remedio apropiado para los malos consejos es el buen consejo. Como creían en el poder de la razón que surge a través de la discusión pública, evadieron el recurso del silencio impuesto por ley: el argumento de la fuerza en su peor forma. Al reconocer que el gobierno de la mayoría se vuelve tiranía en ciertas ocasiones, enmendaron la Constitución para que la libertad de expresión y la de reunión quedaran garantizadas.

El temor a un daño grave, por sí solo, no puede justificar la supresión de las libertades de expresión y de reunión. Los hombres temían a las brujas y quemaban mujeres. La función de la expresión es librar a los hombres de la esclavitud de los temores irracionales. Para justificar la supresión de la libertad de expresión debe haber bases razonables para temer que el ejercicio de ésta provocará daños graves. Tiene que haber bases razonables para creer que el peligro percibido es inminente. Tiene que haber bases razonables para creer que el daño que se va a prevenir es grave....

Los que conquistaron nuestra independencia por medio de la revolución no eran cobardes. Ellos no temían al cambio político; tampoco exaltaban el orden a costa de la libertad. Para los hombres valerosos que creen en sí mismos y confían en el poder del razonamiento libre y sin temores, ejercido mediante el proceso del gobierno popular, ningún daño dimanado de la palabra se puede considerar claro y presente, a menos que la incidencia del daño percibido sea tan inminente que pueda sobrevenir antes que haya oportunidad de discutirlo a fondo. Si hay tiempo para exponer en una discusión la falsedad y las falacias, para evitar el daño por medio de los procesos de educación, el remedio por aplicar consiste en hablar más, no en imponer el silencio. Sólo en una emergencia se puede justificar la represión. Ésa debe ser la regla si la autoridad desea reconciliarse con la libertad. En mi opinión, ese es el mandato de la Constitución. Por lo tanto, los estadounidenses siempre tienen ocasión de impugnar una ley que coarte la libertad de expresión y de reunión, demostrando que no existe una emergencia que la justifique.

 

Para Brandeis, el papel más importante en una democracia es el del "ciudadano" y para cumplir con las responsabilidades de su papel, éste debe participar en el debate público sobre los asuntos significativos. Pero no lo podrá hacer si teme expresarse y decir cosas impopulares; tampoco es posible que pondere todas las opciones a menos que otras personas, con puntos de vista diferentes, estén en libertad de expresar lo que piensan. Por lo tanto, la libertad de expresión es la esencia del proceso democrático.

Esta verdad parece tan evidente que se podía inquirir por qué nunca ha sido aceptada universalmente en los Estados Unidos; las razones no son difíciles de hallar. Como Holmes y Brandeis lo acotaron, se requiere valor cívico para defender ideas impopulares; la mayoría rara vez desea oír ideas contrarias a las opiniones aceptadas. La razón por la cual los Forjadores redactaron la Primera Enmienda fue evitar que la mayoría imponga el silencio a quien se oponga a ella. El principio de la libertad de pensamiento, según el célebre texto de Holmes, "no es dar libertad a quien piensa igual que nosotros, sino respetar la libertad de tener pensamientos que nosotros detestamos".

Este concepto no es sencillo y en tiempos de tensión, como la guerra, a menudo es difícil permitir que quien ataca los cimientos mismos de la democracia esgrima herramientas democráticas en sus diatribas. Sin duda alguna, las enseñanzas que Holmes y Brandeis trataban de impartir parecieron perderse en los primeros años de la Guerra Fría. A fines de los años 40, el gobierno enjuició a los líderes del Partido Comunista de los Estados Unidos que recomendaron derrocar por la fuerza al gobierno y conspiraron para difundir esa doctrina. La mayoría de los miembros de la Corte Suprema de los EE.UU., que desde los años 20 parecieron adoptar una visión de la Primera Enmienda que protegía cada día más la libertad de expresión, parecían contradecirse ahora. Aun cuando admitían que los comunistas estadounidenses implicaban muy poco como peligro claro y presente, la Corte dictaminó que sus palabras representaban una "tendencia mala" que podía ser subversiva para el orden social.

Así como Holmes y Brandeis salieron a la defensa de los impopulares socialistas de la generación anterior, ahora Hugo Black y William O. Douglas tomaron sus lugares como defensores de la libertad de expresión y protectores de los derechos de las minorías.

 
Juez William O. Douglas, discrepancia en Dennis vs. los Estados Unidos (1951)

Llega un momento en que hasta la libertad de expresión pierde su inmunidad constitucional. La expresión que se considera inocua un año, en otro momento puede esparcir llamas de destrucción que es preciso contener para proteger la seguridad de la república. Ese es el significado de la prueba basada en el peligro claro y presente. Cuando las condiciones son tan críticas que no hay tiempo para evitar el daño que la expresión amenaza causar, es el momento de marcar el alto. Si no se hace así, la libertad de expresión, que es la fortaleza de la nación, será la causa de su destrucción. No obstante, la libertad de expresión es la regla, no la excepción. Para que una restricción sea constitucional, debe estar basada en algo más que el temor, algo más que la oposición apasionada contra un tipo de expresión, algo más que un sublevado disgusto por su contenido. Tiene que existir la probabilidad de que si se permite esa expresión, la sociedad sufra un daño inmediato....

En los Estados Unidos, [los comunistas] son miserables mercaderes de ideas indeseables; su mercancía no encuentra compradores. Si hemos de proceder sobre la base de la citación judicial, no es posible decir que los comunistas de este país son tan poderosos o que su despliegue es tan estratégico que sea menester suprimir su libertad de expresión. Ésta es mi opinión si vamos a actuar sobre la base de la citación judicial. Sin embargo, la simple enunciación de las opiniones contrarias indica la importancia de que nos enteremos de los hechos antes de actuar. Ni el prejuicio, ni el odio, ni el miedo insensato deben ser la base de este acto solemne. La libertad de expresión no se debe sacrificar cuando no hay una prueba simple y objetiva de que el peligro del daño invocado sea inminente.

 

Cuando concluyó la histeria de la Guerra Fría, los estadounidenses llegaron a apreciar la sabiduría de los argumentos expuestos por Holmes y Brandeis, y más tarde por Black y Douglas. El remedio contra la expresión de ideas "malas" no es la represión, sino la expresión de ideas "buenas", el desplazamiento de un conjunto de ideas por otras. Es cierto que muchas cosas que en el mundo de hoy se considera buenas y propias, en otra época fueron tachadas de heréticas, como la abolición de la esclavitud o el reconocimiento del derecho de voto de la mujer. A pesar de que la mayoría siempre se sentirá incómoda con las ideas radicales que atacan sus creencias favoritas, la política de la democracia estadounidense, como asunto de derecho constitucional, es que la libertad de expresión de las ideas, por muy impopulares que sean, debe ser protegida. En 1969, la Corte dio por concluido al fin todo el concepto del libelo sedicioso y la posibilidad de que la gente sea sometida a juicio por defender ideas que la mayoría condena como subversivas.

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En el clímax de la protesta contra la participación de los Estados Unidos en Vietnam, muchos libertarios civiles se preguntaron si el hecho de que este país estuviera en guerra desataría una vez más a las fuerzas de la represión como ocurrió en la Primera Guerra Mundial y durante la Guerra Fría. Para sorpresa de muchos que esperaban lo peor, el país sorteó con éxito las protestas. Esto no quiere decir que a todos los estadounidenses les haya gustado lo que decían los manifestantes, ni que no hubieran deseado que algunos de ellos fueran acallados o aun encarcelados. El hecho fue que aceptaron la idea de que, en una democracia, la gente tiene derecho de protestar (en forma ruidosa y, en ciertos casos, de manera vulgar), pero que en el gran debate que giraba en torno a si Estados Unidos debía estar en el sudeste de Asia, todas las voces tenían que ser escuchadas.

Mary Beth Tinker, de 13 años de edad, y otros estudiantes se presentaron a la escuela de educación media de Des Moines, Iowa, con bandas negras en el brazo como símbolo de su oposición a la guerra en Vietnam, y las autoridades escolares los suspendieron arguyendo que con eso perturbaban el proceso de aprendizaje. De hecho, ninguna perturbación había tenido lugar; más bien, a los directivos de la escuela les preocupaba la respuesta de la ciudad si daban la impresión de que en su plantel permitían las protestas contra la guerra.

En uno de los casos más importantes generados por la guerra, la Corte Suprema sostuvo que, en lo que se refiere a la expresión política, los estudiantes no pierden sus derechos constitucionales al trasponer la puerta de entrada a la escuela. Más bien, si las escuelas son en verdad el centro donde se capacita a la ciudadanía, entonces es necesario que se dé oportunidad a los estudiantes de aprender que también ellos tienen derecho de expresar opiniones políticas impopulares sin ser castigados por las autoridades de la escuela.

 
Mary Beth Tinker

Éramos un grupo de estudiantes con nuestras propias actividades... y decidimos ir a la escuela luciendo una banda negra en el brazo. En esa época [1965] el movimiento contra la Guerra de Vietnam empezaba a cobrar fuerza. No era ni remotamente lo que llegaría a ser más tarde, pero ya entonces había un buen número de personas involucradas en todo el país. Recuerdo que fue muy emocionante; todos se reunían en torno a esta gran idea. Yo era muy joven, pero también podía participar y ser importante. No era sólo para adultos y los chicos éramos respetados: cuando teníamos algo que decir, la gente nos escuchaba.

Fue entonces cuando planeamos el pequeño detalle de ir a la escuela con esas bandas en el brazo. Todo se puso en marcha y no creímos que fuera a causar tal alboroto. No teníamos idea de que se le fuera a dar tanta importancia, pues ya habíamos hecho otras pequeñas demostraciones de ese tipo y no pasaba gran cosa....

La víspera del día en que íbamos a usar las bandas en el brazo ocurrió algo en mi clase de álgebra. El maestro se enfadó mucho y dijo que si alguien de este grupo se presentaba en la escuela con una banda en el brazo, él lo sacaría a patadas de su clase. En seguida nos enteramos de que la junta de educación adoptó esa política contra el uso de bandas en el brazo.... Cualquier estudiante que usara una banda en el brazo sería suspendido de la escuela.

Al día siguiente fui a la escuela y lucí la banda en mi brazo toda la mañana. Los compañeros hablaban del asunto, pero siempre en plan amigable y nunca hostil. Luego fui a mi clase de álgebra, después del almuerzo, y me senté. El maestro llegó y todos empezaron a murmurar; no sabían qué iba a pasar. De pronto, un tipo llegó hasta la puerta del salón y dijo, Mary Tinker, se solicita tu presencia en el área de recepción. Entonces me llevaron a la oficina del director.... El director fue muy agresivo. Después de eso me suspendieron.

[Reproducido con autorización de The Free Press, una División de Simon & Schuster Adult Publishing Group, tomado de THE COURAGE OF THEIR CONVICTIONS por Peter Irons. Copyright © 1988 por Peter Irons.]

 

Varios años después, los opositores de la política exterior de otra administración quemaron una bandera de los Estados Unidos como protesta y fueron arrestados de inmediato. Entonces decidieron llevar su defensa legal a la Corte Suprema, la cual consideró que su acto había sido reprobable, como lo creía la mayoría de los estadounidenses, pero representaba un "discurso simbólico de tipo político" y, como tal, estaba protegido por la Primera Enmienda. La opinión más interesante en este caso fue tal vez la de un miembro conservador de la Corte, Anthony Kennedy, quien explicó por qué creía que ese tribunal debía dejar en libertad a los que quemaron la bandera, aun cuando él y muchos millones de estadounidenses consideraban que su acto fue repugnante.

 
Juez Anthony Kennedy, concordancia en Texas vs. Johnson (1989)

El hecho concreto es que a veces hay que tomar decisiones que no nos agradan. Las tomamos porque son correctas, lo son en el sentido en que la ley y la Constitución, tal como las interpretamos, imponen ese resultado. Y nuestro compromiso con el proceso es tan grande que, salvo en casos raros, no nos detenemos a expresar el disgusto por el resultado, tal vez por temor a socavar un principio que valoramos y que dicta tal decisión. Éste es uno de esos casos raros....

Aun cuando los símbolos son a menudo lo que nosotros hacemos de ellos, la bandera es una expresión constante de las creencias que comparten los estadounidenses, como la creencia en el derecho, en la paz y en que la libertad sostiene al espíritu humano. El caso que hoy nos ocupa nos obliga a reconocer los costos que nos hemos comprometido a pagar por esas creencias. Es un hecho conmovedor, pero fundamental, que la bandera protege también a quienes la miran con desprecio.

 

Aun cuando la decisión provocó gran revuelo, todo se acalló con el tiempo cuando las voces del sentido común se empezaron a oír. Y ninguna fue más conmovedora en su defensa de la libertad de expresión que la de James H. Warner, quien fue prisionero de guerra en Vietnam.

 
James H. Warner, carta al Washington Post, 11 de julio de 1989

Cuando salí del avión [después de ser liberado del cautiverio en Vietnam], miré hacia arriba y vi la bandera, Recobré el aliento y luego, con los ojos llenos de lágrimas, la saludé. Nunca amé más a mi país que en ese momento.... No puedo comprometer la libertad. Duele ver que alguien quema la bandera, pero no estoy de acuerdo con los que quieren castigar a quienes la quemaron....

Recuerdo que en un interrogatorio [a cargo de los norvietnamitas], me mostraron la foto de un grupo de estadounidenses que al protestar por la guerra quemaron una bandera. "Véalo", me dijo el oficial. "La gente de su país protesta contra la causa que usted defiende. Eso le demuestra que está equivocado".

"No", le respondí. "Eso demuestra que tengo razón. En mi país no le tenemos miedo a la libertad, aunque esto signifique que la gente no esté de acuerdo con nosotros". El oficial se puso de pie al instante con la cara amoratada de rabia. Golpeó la mesa con el puño y ordenó a gritos que me callara. Mientras él desbarraba, me asombró ver en sus ojos el dolor, agravado por el miedo. Nunca olvidaré esa mirada ni tampoco la satisfacción que sentí al usar en su contra su propio recurso, la foto de la quema de la bandera....

No necesitamos enmendar la Constitución para castigar a los que queman nuestra bandera. Queman la bandera porque odian a los Estados Unidos y temen a la libertad. ¿Qué mejor forma de lastimarlos que esgrimiendo la idea subversiva de la libertad? Propagar la libertad.... No tener miedo a la libertad es la mejor arma que poseemos.

 

La lección que el juez Brandeis nos enseñó hace más de 70 años ha dado fruto: la respuesta a la expresión de ideas malas es más expresión para que la gente pueda aprender, debatir y escoger.

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Si la gente en general acepta la idea de una expresión política sin trabas, ¿qué pasa con las demás formas de expresión? ¿La prohibición de la Primera Enmienda es absoluta, como argumentó el juez Hugo Black (acerca de la Corte entre 1937 y 1971), por lo cual el gobierno no puede censurar ni castigar ninguna forma de expresión? ¿O ciertos tipos de expresión quedan fuera de la esfera de protección de la Cláusula de Expresión? ¿Los escritores, los artistas o la gente de negocios, los que protestan o tienen prejuicios o los que escriben en la Internet pueden invocar la protección de la Constitución para decir cualquier cosa, no importa cuán ofensiva o perturbadora sea? No existen respuestas sencillas para estas preguntas. No hay un consenso público ni tampoco fallos definitivos de la Corte Suprema en todos los rubros de la expresión. Al cambiar los sentimientos del público, a medida que Estados Unidos se convierte en una sociedad más diversa y abierta, y conforme la nueva tecnología permea todos los aspectos de la vida del país, el significado de la Primera Enmienda parece estar de nuevo en transformación, como lo ha estado a menudo en el pasado, sobre todo en lo relativo a la expresión no política.

A principios de los años 40, la Corte Suprema anunció en términos muy tajantes que la Primera Enmienda no protegía la expresión obscena o el libelo, las palabras belicosas o los mensajes comerciales. Sin embargo, en los últimos decenios se ha ocupado de todas estas cuestiones y, aun cuando no les ha concedido una protección total, ha incluido sin duda muchos de sus aspectos bajo la protección de la Cláusula de Expresión. Esas resoluciones no han estado exentas de críticas y se puede decir con certeza que así como en la Corte ha habido controversias sobre esos temas, también en la esfera de la opinión pública ha habido confusión y desacuerdo. Una vez más, las cosas ocurren como debieran. La Corte Suprema no puede pronunciar sus dictámenes legales y esperar simplemente que la gente obedezca. Más bien, ese tribunal refleja con frecuencia los cambios en las costumbres sociales y políticas; al tiempo que tratan de descubrir cuál pudo haber sido la intención original de los Forjadores, los jueces deben aplicar el espíritu de esa intención a los hechos de la vida moderna. A veces eso es más o menos fácil de hacer, pero incluso cuando la Corte rinde un veredicto difícil y controvertido, como en el caso de la quema de la bandera, es menester que el público entienda en cierta medida por qué fue necesario tomar esa decisión y cómo encaja ésta en el vasto mosaico de la vida contemporánea.

La pregunta difícil para la Corte y para el pueblo es dónde se debe trazar la línea divisoria entre la expresión protegida y la no protegida. En algunos rubros, como la obscenidad, el esfuerzo por trazar una distinción legal no ha atraído el apoyo del público porque la obscenidad misma no es un tema objetivo o fácil de definir. Como lo ha expuesto la Corte, lo que para un hombre es obsceno para otro es lírico; lo que ofende a una persona puede no ofender a otra. ¿Pero es ése el tipo de material que se intentó proteger con la Primera Enmienda? ¿Acaso la expresión artística, sobre todo cuando va en contra de las actuales normas estéticas o morales, es el tipo de expresión que los Forjadores intentaron proteger con la Primera Enmienda?

En forma similar, ha habido un debate en los Estados Unidos por más de dos decenios sobre el presunto efecto corrosivo del dinero en el proceso electoral. Se han hecho esfuerzos para controlar el modo en que se recaudan y se gastan los fondos destinados a las campañas electorales, y se ha tratado de imponer límites al monto que cada partidario puede aportar. Hace algunos años, la Corte Suprema sostuvo que, en cierto modo, el dinero es una forma de expresión y cuando se usa para reforzar la expresión de ideas políticas no puede ser controlado. Aquí encontramos otra esfera en la que no está claro qué tan lejos se puede llevar el concepto de la libertad de expresión sin provocar un choque frontal con otros conceptos de la democracia igualmente apreciados, como el de las elecciones libres.

La tarea más intimidante que el pueblo y el sistema judicial de los Estados Unidos encaran es tal vez la de determinar cómo se aplicará la Primera Enmienda a la nueva tecnología electrónica. ¿Es la Internet otro ejemplo del mercado de las ideas descrito por el juez Holmes? ¿Se volverá irrelevante la Primera Enmienda por la probabilidad de que algún día todos los hogares del mundo tengan acceso al material que se halla en la Internet y cada individuo tenga oportunidad de conectarse a ella para decir al mundo entero todo lo que le plazca?

TÉstas y otras preguntas siguen siendo tema de debate en los Estados Unidos, ya sea en los tribunales, en audiencias del Congreso, en comisiones presidenciales, en universidades, en foros públicos y en los hogares. Entre los derechos del pueblo, ninguno es tan preciado como la libertad de expresión, ni tampoco tan susceptible a los cambios de opinión. Sin embargo, la mayoría de los estadounidenses reconocen que, como dijo el juez Brandeis, para cumplir con sus responsabilidades, los ciudadanos deben tener oportunidad no sólo de proponer opiniones impopulares, sino también de oír a otros que expresen sus creencias, para que al final el proceso democrático pueda funcionar. Y aun cuando la gente no siempre se siente cómoda con esta idea, admite la verdad expuesta por el juez Holmes cuando dijo que la Primera Enmienda no es sólo para proteger la expresión de ideas con las que estamos de acuerdo, sino también las que nos resultan detestables.

Lecturas complementarias:

Lee C. Bollinger & Geoffrey R. Stone, Eternally Vigilant: Free Speech in the Modern Era (Chicago: University of Chicago Press, 2002).

Zechariah Chafee, Jr., Free Speech in the United States (Cambridge: Harvard University Press, 1941).

Michael Kent Curtis, Free Speech: The People's Darling Privilege (Durham: Duke University Press, 2000).

Harry Kalven, A Worthy Tradition: Freedom of Speech in America (New York: Harper & Row, 1988).

Cass R. Sunstein, Democracy and the Problem of Free Speech (New York: The Free Press, 1993).

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