LOS DERECHOS DEL PUEBLO
Prefacio
Introducción
Capítulo 1
Las raíces de la libertad religiosa
Capítulo 2
La libertad religiosa en la era moderna
Capítulo 3
La libertad de expresión
Capítulo 4
La libertad de prensa
Capítulo 5
El derecho de portar armas
Capítulo 6
Privacidad
Capítulo 7
El juicio por jurado
Capítulo 8
Los derechos del acusado
Capítulo 9
Los derechos de propiedad
Capítulo 10
El castigo cruel o inusual
Capítulo 11
Igual protección de la ley
Capítulo 12
El derecho de voto
 
Los Derechos del Pueblo:
Libertad individual y la Carta de Derechos

—  C  A  P  Í  T  U  L  O     9  —
Los derechos de propiedad
Ninguna persona será.... privada de su vida, de su libertad o de su propiedad sin el debido procedimiento de ley, ni se podrá tomar posesión de una propiedad privada para destinarla a uso público sin la justa compensación.
— Quinta Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos


Los derechos de 
propiedad

A muchas personas les parece que los derechos de propiedad son un concepto arcaico, una reliquia de una época muy remota en la que la categoría de un individuo estaba determinada por los bienes que poseía. En esa época, la mayor parte de las propiedades pertenecía a un pequeño sector de la población y esos bienes no sólo les confería riqueza y posición social, sino también poder político y económico. Eso nos recuerda un tiempo en que la mayoría de la gente tenía pocas posesiones o ninguna --las mujeres, por ejemplo, perdían todo el control sobre los bienes que pudieran tener en el momento en que se casaban-- y, por lo tanto, el gobierno y la sociedad estaban en manos de una pequeña elite. Casi todos preferimos la situación actual pues la propiedad está más ampliamente distribuida, el prestigio de la gente se basa tanto en sus logros como en su riqueza, la mujer ya no está atada por ideas pasadas de moda y el derecho de voto está al alcance de todos sin que se les imponga el requisito de ser terratenientes.

Pero el derecho de tener bienes y disfrutarlos ha sido siempre un aspecto importante de los derechos del pueblo. En la convención de Filadelfia en la que fue redactada la Constitución, John Rutledge de Carolina del Sur les recordó a los delegados que "la propiedad es en verdad el objeto principal de la sociedad". En realidad, ellos no necesitaban que se lo recordaran, pues todos los Forjadores creían que el respeto a los derechos de propiedad individual es la esencia misma del contrato social. Además de que ellos incorporaron a la Constitución garantías institucionales para proteger esos derechos, la nación pronto añadió disposiciones importantes, mediante la Carta de Derechos, para reforzar esa protección. Más aún, la intención de los Fundadores no era que esa protección amparara sólo las tierras o los bienes tangibles, sino también los derechos inherentes a la propiedad: reales o personales, tangibles o intangibles. Ellos creían que la propiedad es "la guardiana de todos los demás derechos", porque sin el derecho de poseer, usar y disfrutar nuestros bienes sin sufrir la intromisión del gobierno, no podría haber libertad de ninguna índole.

Los derechos de propiedad siguen siendo importantes hoy para el pueblo estadounidense. El derecho de poseer lo que uno ha creado, construido, comprado o incluso recibido como obsequio --sabiendo que el gobierno no se lo puede quitar, salvo bajo estrictos procedimientos jurídicos-- provee la seguridad material que va de la mano con otras libertades menos tangibles, como la de expresión y la privacidad. Las personas cuyos derechos económicos se ven amenazados están a la merced de un gobierno despótico, lo mismo que la gente a quien se coarta la libertad de expresión o el derecho de voto. Cuando se trata de derechos, los juristas expertos hablan a menudo de un "paquete de derechos", con lo cual denotan que éstos están estrechamente relacionados entre sí. Aun cuando ya no creemos que los derechos de propiedad sean la base de todas las demás libertades, pensamos que la libertad es un tapiz sin uniones y cada uno de los derechos que lo componen es importante para la preservación de los demás. Esto es cierto sin duda en el caso de la libertad de expresión, y no lo es menos en el de los derechos de propiedad.

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La propiedad de la tierra --la forma más tangible de propiedad y la más importante en los días iniciales de la república-- nunca había significado el control absoluto sobre ella o el derecho irrestricto de usarla en cualquier forma que el dueño deseara. Las tradiciones que se remontan al derecho consuetudinario inglés siempre han impuesto restricciones a la propiedad. Por ejemplo, la doctrina del derecho inglés sobre perjuicios prohibía que el propietario diera a sus tierras cualquier uso que interfiriera en forma imprudente con los derechos de sus vecinos. La costumbre permitía a menudo la caza en tierras particulares no bardadas, o exigía que el dueño permitiera el acceso a sus ríos y lagos. La propiedad en forma de empresas comerciales también está sujeta a regulación; por ejemplo, las tabernas, los barcos transbordadores y las líneas de transporte estaban sujetos con frecuencia a fuerte reglamentación, tanto en Inglaterra como en las colonias de Norteamérica. Los gobiernos podían gravar con impuestos la riqueza individual --y lo hacían-- y aun cuando la mayoría de la gente reconoce la importancia de la tributación para el suministro de servicios gubernamentales, los impuestos son una forma de sustraer algo de la propiedad del individuo. La forma más drástica de intromisión en los derechos de propiedad privada es quizá el concepto del derecho de expropiación, por el cual las autoridades pueden obligar a un propietario privado a transferir una propiedad al gobierno para algún propósito de interés público, como la construcción de una carretera o un canal.

En virtud de esta dicotomía entre la protección total de los derechos de propiedad y la restricción de los mismos en aras del interés público, los límites de la intromisión del gobierno en esos derechos nunca han sido del todo claros ni han estado exentos de polémicas. Con el tiempo, el significado de la propiedad misma se ha transformado. (Una parcela de tierra sigue siendo una parcela, pero ¿qué decir de cosas como las opciones bursátiles, la protección de un nombre de marca o las mejoras para un programa de computación?) Así, como siempre ha ocurrido en la historia de los Estados Unidos, se pide a los tribunales que interpreten el significado de los distintos conceptos constitucionales en torno a la propiedad. El poder judicial ha sido a veces el defensor de los derechos de propiedad, y se ha aceptado que sus decisiones son necesarias para salvaguardar la libertad económica, fomentar la competencia y proteger el sistema de empresa privada. Los detractores de los tribunales han calificado esas mismas decisiones como una barrera contra ciertas reformas muy necesarias para proteger a los débiles, y las criticaron porque debilitaban al naciente estado de asistencia y seguridad social.

Si bien es cierto que a veces ha habido pugna entre un poder judicial conservador que intenta brindar protección total a lo que los jueces consideran como derechos de propiedad intocables, y los reformadores que creen en la necesidad de imponer límites en forma de restricciones o incluso transferencias, si nos concentramos en esas batallas perderemos de vista el verdadero significado de los derechos de propiedad en la historia de los Estados Unidos. La mayoría de esas pugnas fueron por propiedades de negocios y contratos de trabajo que sin duda eran asuntos importantes, pero en muchos aspectos se limitaron al período de la transformación industrial del país, más o menos de la década de 1870 a la de 1930. Esas luchas se han desatado y los problemas básicos se han resuelto. Los derechos en materia de propiedad de empresas son importantes, pero se los puede restringir cuando es necesario para proteger el bienestar general; a menudo, los derechos del dueño de una propiedad individual deben ceder frente a la necesidad de que el Estado proteja a las personas débiles o que están en situación precaria.

Pero el interés por las propiedades y el amor a ellas como medida de la vinculación de la persona con la sociedad siguen siendo fuertes en los Estados Unidos. No se trata, como muchos críticos han dicho, de un simple caso de afán de dinero y codicia por la riqueza. Por ejemplo, el hecho de tener casa propia es considerado por muchos no como un asunto de propiedad, sino como el logro de un sueño y de un lugar en la sociedad. Este apego a la propiedad se remonta a la fundación del país, cuando un gran número de colonizadores llegaron al Nuevo Mundo, no en busca de oro, sino de tierra que pudieran trabajar y a la cual pudieran llamar suya.

 
J. Hector de St. Jean Crevecoeur, Cartas de un granjero norteamericano (1782)

En el instante que ocupé mi propia tierra, las radiantes ideas de prosperidad, de derecho exclusivo y de independencia exaltaron mi mente. Precioso suelo, me digo a mí mismo, ¿por qué singular costumbre de la ley es que has llegado a constituir la riqueza de tu dueño absoluto? ¿Qué seríamos nosotros, los agricultores norteamericanos, sin la posesión distintiva de esa tierra? Ella nos alimenta, nos viste, de ella extraemos una exuberancia aún mayor, nuestra mejor carne, nuestras bebidas más ricas, la misma miel de nuestras abejas proviene de este sitio privilegiado. Así, no es extraño que debamos considerar tan preciada su posesión, no es raro que tantos europeos que jamás habían podido decir que una porción de tierra semejante les perteneciera crucen el Atlántico para alcanzar esa felicidad. De esta manera, la tierra que en un principio era agreste fue convertida por mi padre en una granja amena y ella, en reciprocidad, ha determinado todos nuestros derechos; en ella se fundamentan nuestra posición social, nuestra libertad, nuestro poder como ciudadanos.

 

El deseo de tener propiedades indujo a mucha gente a emigrar al Nuevo Mundo. Ya en el siglo XVI, no había tierra "disponible" ni en las islas británicas ni en el oeste de Europa. Cada hectárea le pertenecía a alguien, ya sea a un individuo privado o al gobierno en representación de la Corona. Las leyes de primogenitura y vinculación implicaban que la posesión de la tierra se debía legar intacta al hijo mayor, y los que no poseían tierra estaban indefensos en muchos aspectos. En esa época tuvieron especial importancia los escritos del gran teórico político inglés John Locke (1632-1704), cuyas ideas influyeron mucho en la generación de estadounidenses que declararon su independencia de Gran Bretaña y crearon la Constitución. La Declaración de Independencia refleja muchas de las ideas de Locke sobre el gobierno y los derechos individuales, al tiempo que la Constitución incorpora su teoría de los derechos de propiedad.

Para Locke, la propiedad privada dimana de la ley natural y ha existido desde antes de la creación del gobierno. Por lo tanto, el derecho de tener bienes no depende de los caprichos de un rey o un parlamento; por el contrario, el propósito esencial del gobierno es proteger los derechos de propiedad, ya que éstos son la base de todas las libertades. Según lo explicó el escritor político inglés John Trenchard en 1721, "a todos los hombres los anima la pasión de adquirir propiedades y defenderlas, porque la propiedad es el mejor apoyo de la independencia que todos los hombres desean en forma tan apasionada". Sin los derechos de propiedad no puede existir ninguna otra libertad, y el pueblo creó al gobierno para que proteja "sus vidas, sus libertades y sus posesiones", es decir, su propiedad. Como quiera que el derecho de poseer propiedades y disfrutarlas dimana de esta ley natural, el gobierno existe para proteger la propiedad y las libertades que provienen de ella.

 
Algunos escritos de colonizadores alemanes en Maryland (1763)

La ley de la tierra está constituida de manera que todo hombre esté seguro en el disfrute de su propiedad, que hasta el propietario más modesto esté fuera del alcance de la opresión de los más poderosos y que nadie pueda ser despojado de ella sin una satisfacción compensatoria.

 

Esta tradición fue aún más poderosa en el Nuevo Mundo que en el Viejo. Los colonizadores leyeron con avidez a Locke y a otros autores ingleses de los siglos XVII y XVIII que proclamaron la importancia de los derechos de propiedad y los límites que deben existir en la capacidad del gobierno para restringir esos derechos. Los abogados estadounidenses creían que el derecho consuetudinario se había construido en torno de la protección de la propiedad, y hallaron apoyo a su opinión en la muy importante obra de William Blackstone, Commentaries on the Laws of England (Comentarios sobre las leyes de Inglaterra). Blackstone proclamó: Tan grande "es el respeto a la propiedad privada, que no se tolera ni la más leve transgresión a la misma". John Adams reflejó muy bien esa tradición en 1790 cuando dijo que "la propiedad debe ser garantizada, pues, de lo contrario, la libertad no puede existir".

 
Constitución de New Hampshire de 1784

Todos los hombres tienen ciertos derechos naturales, esenciales e inherentes, entre los cuales figuran --el disfrute y la defensa de la vida y la propiedad-- y, en suma, de la búsqueda y el logro de la felicidad.

 
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Así pues, igual que otras disposiciones de la Constitución, las diversas cláusulas sobre la propiedad no fueron escritas a partir de la nada, sino como reflejo de la tradición intelectual de la Ilustración y las experiencias específicas de las colonias. Los Fundadores creían en la importancia de la propiedad. Impusieron límites al gobierno de acuerdo con esa opinión y para evitar depredaciones como las que supuestamente sufrían a manos de la Corona. Pero si la Constitución puede parecer un documento más conservador que la Declaración de Independencia, sobre todo por el toque de clarín de esta última en favor de "la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad", en realidad protege en igual medida esos derechos. La misma generación que se declaró independiente de Gran Bretaña y combatió en la Revolución Estadounidense ratificó la Constitución; de hecho, muchos de los hombres que firmaron la Declaración en 1776 fueron también signatarios de la Constitución 11 años después. Los dos documentos no son antitéticos sino complementarios: uno proclamó que la rebelión del país se debía a que el rey Jorge III había pisoteado los derechos de los ingleses, y el otro estableció un marco de gobierno para proteger esos derechos, entre ellos el derecho fundamental de tener propiedades.

Conviene señalar que si bien los Forjadores de la Constitución incluyeron garantías para la propiedad, no hicieron de la posesión de bienes una condición para ocupar cargos públicos. Los únicos requisitos que la Constitución impone a los miembros del Congreso o al Presidente son la edad, factores de residencia y la ciudadanía. A pesar de que en esa época muchos estados imponían requisitos de propiedad para votar, los especialistas han descubierto que éstos impedían a pocas personas la oportunidad del sufragio. En muchas regiones, los hombres poseían la pequeña cantidad de bienes necesarios para votar o las autoridades locales pasaban por alto la regla. Más aún, al cabo de unas cuantas décadas, los requisitos de propiedad para los votantes fueron suprimidos en la gran oleada de reformas democráticas conocida como la Era de Jackson.

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Las disposiciones de la Constitución sobre la propiedad se dividen en cuatro categorías generales. La primera impuso restricciones a la capacidad del nuevo gobierno nacional para limitar los derechos de propiedad, ya que éstos pertenecen tanto a los individuos como a los estados. El Congreso no podía dictar "escritos de proscripción y confiscación", por los cuales los convictos de traición u otros delitos no podían legar sus bienes a sus herederos naturales, pues todo era incautado por el gobierno. Estas disposiciones, encaminadas a prevenir el tipo de abusos que habían sido tan comunes en Inglaterra, donde los reyes declaraban traidores a nobles acaudalados y luego confiscaban todos sus bienes y los de sus parientes cercanos, o bien, el Parlamento despojaba de sus propiedades a ciertos grupos o individuos mediante la proscripción y confiscación.

Además, el Congreso no podía dar trato preferente a un puerto de un estado sobre puertos de otro. Si bien cuando podía imponer aranceles a los bienes que llegaban al país, no podía aplicar impuestos a las exportaciones, con lo cual se aseguraba una vez más que ninguna sección del país ganara o perdiera negocios a causa de políticas federales discriminatorias. Estas últimas disposiciones surgieron directamente de la experiencia colonial, en la cual varias colonias padecieron porque el Parlamento daba la preferencia a una de ellas sobre las otras, en sus leyes de comercio, o gravaba con impuestos las exportaciones particulares de algunas colonias, colocando así a esos bienes en desventaja en el mercado imperial.

El segundo grupo de disposiciones de la Constitución fortaleció el poder del gobierno federal sobre el comercio interestatal y exterior, e incluyó una amplia autoridad tributaria. Aun cuando esas facultades podrían parecer antitéticas de los derechos de propiedad, en realidad los respaldaron, ya que los Forjadores las crearon como un freno para los estados. En el período de los Artículos de la Confederación (1781-1788), los estados se enfrascaron a menudo en guerras económicas, estableciendo barreras arancelarias contra los productos de las entidades vecinas o sobornando a los dueños de barcos extranjeros para que usaran un puerto en vez de otro. Esas prácticas crearon un caos entre las empresas locales, pero las disposiciones de la nueva Constitución garantizaron que todos los agricultores y fabricantes tuvieran el mismo acceso a los mercados nacionales y extranjeros, y que estuvieran libres de aranceles discriminatorios.

Otro aspecto importante de la protección a la propiedad es la cláusula que confiere al Congreso la facultad "de promover el progreso de la ciencia y las artes útiles, garantizando a los autores e inventores el derecho exclusivo sobre sus respectivos escritos y descubrimientos por tiempo limitado". Esta protección a lo que llamamos hoy "propiedad intelectual" empezó en realidad unos cuantos años antes. En cuanto se produjo la ruptura con Inglaterra, los escritores e inventores estadounidenses ya no pudieron confiar en las patentes y los derechos de autor emitidos con anterioridad por la Corona. A pesar del ánimo general en contra de los monopolios (como reacción a las políticas imperiales británicas hacia el té y otros productos primarios), los norteamericanos reconocieron que los escritores e inventores requerían protección especial. El Congreso Continental carecía de poder para otorgar esas salvaguardas e instó a los estados a que las emitieran. Carolina del Norte no tardó en responder con una ley de derecho de autor, declarando que "la seguridad de la propiedad literaria debe ejercer su potente influencia para fomentar el genio". En 1784, Carolina del Sur aprobó una Ley para el Fomento de las Artes y las Ciencias, la primera ley general de patentes de la nación. Pero bajo la Confederación, un estado podía pasar por alto las leyes de otro (aun las de patentes y derechos de autor); el enfoque nacional establecido en la Constitución proveyó la protección que los dueños de propiedades intelectuales necesitaban.

Un tercer rubro impuso restricciones a los estados. En la década de 1780, varias legislaturas estatales, en respuesta a la demanda popular, habían aprobado proyectos de ley de asistencia a deudores o emitieron papel moneda deficiente que pronto perdió todo su valor. Además, como ya antes dijimos, las leyes de varios estados que gravaron con impuestos las importaciones o las exportaciones --ya sea de países extranjeros o de otros estados-- provocaron graves retardos en la recuperación económica después de la Revolución. A los estados se les prohibió expresamente la emisión de moneda, la aplicación de impuestos de importación o exportación, y la expedición de escritos de proscripción y confiscación. Tal vez la protección más fuerte a la propiedad privada es la que se encuentra en la cláusula que prohíbe a los estados proclamar cualquier ley "que menoscabe el carácter obligatorio de contratos". Esos contratos pueden ser acuerdos entre acreedor y deudor, arrendador y arrendatario, comprador y vendedor, o incluso entre el gobierno e individuos particulares. (Uno de los fallos más famosos de la Corte Suprema, el del Caso del Dartmouth College, estableció que el acta constitutiva de una escuela superior privada establece un contrato y, una vez expedida, no puede ser reducida por el estado.) En las primeras décadas de la nueva república, la Cláusula del Contrato llegó a ser una de las partes más controvertidas de la Constitución, al tiempo que la Corte Suprema aplicó con rigor sus disposiciones contra los estados. Sin embargo, suscitó pocas discusiones en la Convención de Filadelfia; los delegados habían visto los problemas que los estados habían causado y estaban decididos a asegurarse de que éstos no tuvieran poder suficiente para hacerlo de nuevo.

 
James Madison, Federalista Núm. 44 (1788)

Los escritos de proscripción y confiscación, las leyes ex-post-facto y las leyes que menoscaban el carácter obligatorio de los contratos, son contrarios a los primeros principios del pacto social y a todos los principios de la buena legislación.... Por lo tanto, ha sido muy conveniente que la convención añada este baluarte constitucional a favor de la seguridad personal y los derechos privados, y me sentiré muy decepcionado si al hacerlo no consultó con toda fidelidad a sus electores para conocer sus sentimientos genuinos y sus indiscutibles intereses.... Ellos infirieron con toda razón... que es deseable una reforma completa que ponga fin a las especulaciones sobre las medidas públicas, inspire la prudencia y laboriosidad generales y le imparta un rumbo regular a los asuntos de la sociedad.

 

El cuarto rubro de protección se refería a una forma de propiedad que ya no existe en los Estados Unidos: la propiedad de esclavos. En 1786, la esclavitud estaba bien establecida en todas las colonias del Sur, y los representantes de esos estados expresaron con claridad que no se incorporarían a la Unión, a menos que la nueva Constitución protegiera en forma explícita la esclavitud. En su afán de forjar una Unión, los delegados de la convención cedieron a la mayoría de las demandas del Sur. Así fue como la Constitución, en su texto original, confirió al Congreso el poder de crear leyes para capturar a los esclavos fugitivos, pero no le otorgó la facultad de interferir con el comercio interior de esclavos. Ninguno de los delegados que fueron a Filadelfia, ni del Norte ni del Sur, habría podido prever cuán acerba y enconada llegaría a ser la cuestión de la esclavitud, o que para erradicar lo que los sureños llamaban su "institución peculiar" se requeriría una guerra civil que casi destruyó a la Unión. El cuarto rubro de protección se refería a una forma de propiedad que ya no existe en los Estados Unidos: la propiedad de esclavos. En 1786, la esclavitud estaba bien establecida en todas las colonias del Sur, y los representantes de esos estados expresaron con claridad que no se incorporarían a la Unión, a menos que la nueva Constitución protegiera en forma explícita la esclavitud. En su afán de forjar una Unión, los delegados de la convención cedieron a la mayoría de las demandas del Sur. Así fue como la Constitución, en su texto original, confirió al Congreso el poder de crear leyes para capturar a los esclavos fugitivos, pero no le otorgó la facultad de interferir con el comercio interior de esclavos. Ninguno de los delegados que fueron a Filadelfia, ni del Norte ni del Sur, habría podido prever cuán acerba y enconada llegaría a ser la cuestión de la esclavitud, o que para erradicar lo que los sureños llamaban su "institución peculiar" se requeriría una guerra civil que casi destruyó a la Unión. El cuarto rubro de protección se refería a una forma de propiedad que ya no existe en los Estados Unidos: la propiedad de esclavos. En 1786, la esclavitud estaba bien establecida en todas las colonias del Sur, y los representantes de esos estados expresaron con claridad que no se incorporarían a la Unión, a menos que la nueva Constitución protegiera en forma explícita la esclavitud. En su afán de forjar una Unión, los delegados de la convención cedieron a la mayoría de las demandas del Sur. Así fue como la Constitución, en su texto original, confirió al Congreso el poder de crear leyes para capturar a los esclavos fugitivos, pero no le otorgó la facultad de interferir con el comercio interior de esclavos. Ninguno de los delegados que fueron a Filadelfia, ni del Norte ni del Sur, habría podido prever cuán acerba y enconada llegaría a ser la cuestión de la esclavitud, o que para erradicar lo que los sureños llamaban su "institución peculiar" se requeriría una guerra civil que casi destruyó a la Unión.

Lo que no se puede hallar en la Constitución original es una cláusula específica que afirme abiertamente todos los derechos de propiedad. Esto no se debió a que los Forjadores no apreciaran la propiedad --recuérdese el comentario de John Rutledge de que "la propiedad es sin duda el objeto principal de la sociedad"--, sino más bien a su idea de que ésta estaría protegida con los acuerdos institucionales que ellos crearon, el otorgamiento selectivo de poder al gobierno federal y las restricciones, también selectivas, impuestas tanto al poder estatal como al federal. Se estimó que todas las libertades individuales, aun las de propiedad, estarían mejor protegidas si se imponían ciertos límites al gobierno, y el resultado fue que la Constitución original no incluyó una carta de derechos.

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Sin embargo, en el debate sobre la ratificación de la Constitución, voces poderosas instaron a que se añadiera una carta de derechos de ese tipo. En realidad, varios estados insistieron en que sólo aprobarían la Constitución si se adoptaba de inmediato una serie de garantías específicas para proteger los derechos del pueblo contra la intromisión del Congreso. En una declaración expansiva, James Madison afirmó que "el gobierno ha sido instituido en bien de la población y se debe ejercer para dicho bien, lo cual implica el disfrute de la vida y la libertad, el derecho de adquirir bienes y usarlos y, en general, buscar y lograr la felicidad y la seguridad". No obstante, sus colegas del Congreso querían disposiciones más específicas y en la Carta de Derechos hay dos secciones de la Quinta Enmienda que aluden directamente a la propiedad: ninguna persona podrá ser "privada de su vida, de su libertad o de su propiedad sin el debido procedimiento de ley, ni se podrá tomar posesión de una propiedad privada para destinarla a uso público sin la justa compensación".

La Cláusula del Debido Proceso de la Quinta Enmienda es descendiente directa de la disposición de la Carta Magna relativa a la "ley de la tierra", y es quizá la garantía más importante que se puede hallar en la Constitución, no sólo de los derechos de propiedad, sino de las libertades individuales. Pero saltan a la vista otros detalles sobre la protección. Si lo único que el gobierno tenía que hacer era acatar las reglas legales --que el Congreso pudiera legislar--, entonces sería relativamente fácil que tal gobierno interfiriera con las libertades individuales. Sin embargo, según la interpretación de los tribunales, la Cláusula del Debido Proceso no sólo contiene derechos procesales (los medios que el gobierno debe emplear), sino también derechos sustantivos (los límites impuestos al gobierno mismo y que dimanan tanto de la "ley natural" como de la tradición jurídica inglesa). Por desgracia, la historia está repleta de ejemplos de gobiernos corruptos o dictatoriales que usan la legislación para robar la riqueza del pueblo y restringir su libertad, declarando al mismo tiempo que no han hecho sino acatar la ley. En esencia, la Cláusula del Debido Proceso dispone que el Congreso no puede legislar leyes de ese tipo porque son contrarias al espíritu que anima toda la estructura de la Constitución, es decir, la protección de las libertades individuales, entre ellas, los derechos de propiedad.

La cláusula de la Quinta Enmienda sobre incautaciones es una salvaguarda adicional y poderosa de la propiedad. Todo el mundo reconoce que a veces el gobierno necesita posesionarse de espacios de propiedad privada para atender necesidades públicas esenciales, como calles, caminos y canales, o para erigir instalaciones militares federales. Sin embargo, la enmienda rechazó la práctica, entonces en boga en Europa, de efectuar la confiscación directa sin compensación económica alguna. En la sociedad feudal, toda la tierra pertenecía teóricamente a la Corona y era ocupada en feudo por los vasallos del rey. En virtud de que en ese sistema el gobierno era el dueño de todas las tierras, no parecía necesario que pagara reembolso alguno a sus "vasallos" por quitarles lo que, al fin y al cabo, no les pertenecía. Aún después que el sistema feudal pasó a la historia, el concepto de que el gobierno podía tomar posesión de tierras sin pagar compensación alguna siguió siendo la norma. En los Estados Unidos, en la época en que fue creada la Constitución, la gente tenía la firme creencia de que cada persona era la única dueña de la tierra donde vivía y trabajaba. Es cierto que el gobierno poseía grandes superficies de tierra en la frontera del Oeste, pero bajo la legislación aprobada inicialmente por el Congreso de la Confederación y ratificada más tarde por el Congreso Constitucional, cuando el gobierno vende esa tierra pierde todos sus derechos sobre ella. Si por cualquier razón necesita adquirir una propiedad privada, la tendrá que pagar.

 
Juez Antonin Scalia en Nollan vs. Comisión de la Costa de California (1987)

Decir que la apropiación de una servidumbre de acceso público a través de la propiedad de un terrateniente no constituye la toma de posesión de una parte de esa propiedad, sino sólo "una simple restricción de su uso", significa emplear las palabras de una manera que las priva de todo su significado ordinario. De hecho, una de las principales aplicaciones del poder del derecho de expropiación es asegurarse de que el gobierno sea capaz de requerir un traspaso de esos mismos intereses, pero mediante el pago de su precio. Hemos dicho en varias ocasiones que, en relación con la propiedad reservada para uso particular por su propietario, el derecho de excluir a otros es "uno de los elementos más esenciales del paquete de derechos que se caracteriza de ordinario como la propiedad".

 

Aun cuando en esa época las cláusulas de la Quinta Enmienda sólo eran aplicables al gobierno nacional, muchos estados adoptaron sus enunciados y los incluyeron en sus propias cartas de derechos. Es necesario recordar que Estados Unidos está gobernado por un sistema federal en el que tanto el gobierno nacional como los estatales tienen poderes. Muchos estados contaban con cartas de derechos desde antes de 1791, pero casi todos hicieron adiciones o cambios a sus respectivas constituciones para adoptar la intención, y hasta la redacción, de la Cláusula del Debido Proceso y la de Incautación. Esta adopción de los estados reforzó la alta jerarquía de la propiedad y sus derechos asociados en la estructura constitucional y legal del país. Hasta el siglo XX fueron los estados y no el gobierno federal los que tomaron la delantera para promover proyectos económicos, como carreteras y canales. Las salvaguardas incluidas en las constituciones de los estados garantizaron que esas actividades avanzaran tomando en cuenta los derechos de cada uno de los propietarios afectados.

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En el siglo XIX y al principio del XX tuvo lugar un gran debate en los Estados Unidos sobre el carácter de los derechos de propiedad y el equilibrio que debía existir entre los derechos de propietarios privados y hombres de negocios, por una parte, y los poderes policiales del Estado convocados para aminorar los aspectos más severos de la industrialización. Sobre todo en la rama judicial, muchos jueces parecieron adoptar una opinión al estilo de Locke, según la cual no se debe hacer nada que perturbe los derechos de propiedad individual.

 
Juez Joseph Story en Wilkinson vs. Leland (1829)

Es difícil considerar que un gobierno sea libre si los derechos de propiedad dependen tan sólo de la voluntad de un órgano legislativo libre de toda restricción. Según parece, los axiomas fundamentales de un gobierno libre requieren que las garantías de libertad personal y propiedad privada sean consideradas como algo sagrado.

 

En consecuencia, los tribunales conservadores han restringido en forma sistemática tanto a las legislaturas estatales como al Congreso cuando éstas intentan imponer ciertas medidas de reforma, como las leyes sobre salarios y horarios de trabajo, las medidas de seguridad para las fábricas, la reglamentación de tarifas de servicios públicos y las tasas tributarias progresivas sobre el ingreso, aun cuando estas medidas son muy comunes en todos los estados modernos. No fue sino hasta la Gran Depresión de los años 30 cuando las fuerzas de la reforma triunfaron por fin. Eso no quiere decir que el pueblo estadounidense abandonara los derechos de propiedad, sino más bien que estos derechos adquirieron un valor más proporcional dentro de una revolución mayor de las libertades individuales. A partir de 1937, tanto el país como sus tribunales se empezaron a concentran en las libertades personales y sobre todo en el significado de la Cláusula de Igual Protección, de la Decimocuarta Enmienda. Esto fue el inicio de la gran revolución de los derechos civiles y de la espectacular expansión del significado de ciertos derechos, como la libertad de expresión, de prensa y de religión, y los derechos del acusado (todos los cuales han sido comentados en otros capítulos de este libro). En contra de quienes opinan que los derechos de propiedad se han debilitado hasta ser casi insignificantes, la protección de la propiedad sigue siendo uno de los intereses esenciales de la vida de este país. Aun cuando los estadounidenses ya no creen que la propiedad sea "la guardiana de todos los demás derechos", ésta sigue teniendo un papel muy importante en su visión de los derechos del pueblo.

Los historiadores han discutido por largo tiempo por qué nunca se desarrolló en los Estados Unidos un movimiento socialista vigoroso. Después de todo, la revolución industrial fue tan perturbadora en los Estados Unidos como en el oeste de Europa y en Gran Bretaña. Los trabajadores de las minas y las fábricas estadounidenses laboraban en condiciones tan difíciles como sus homólogos del Viejo Mundo, y lo hacían a cambio de salarios muy bajos que a muchos sólo les permitía sostener una existencia precaria. Pero mientras los obreros de Inglaterra, Francia, Alemania e Italia se unieron en poderosos sindicatos que pronto se convirtieron en fuertes movimientos políticos de las izquierdas, esto nunca sucedió en los Estados Unidos. A pesar de que en siglo XIX y a principios del XX hubo muchos grupos socialistas, nunca se desarrolló una organización destacada que aglutinara las demandas y el poder político de los trabajadores. En su mejor momento, a principios del siglo XX, los socialistas sólo obtuvieron un millón de votos en la elección presidencial de 1912, cifra que jamás volverían a alcanzar, ni siquiera en los terribles años de la Gran Depresión.

La explicación más aceptada es que en muchas partes del mundo los trabajadores y los propietarios percibían el mundo de la economía como un "juego de suma cero" en el que uno de esos grupos sólo podía mejorar su suerte en la vida si lo hacía a expensas del otro. Para que el proletariado se convirtiera en dueño de la propiedad, la tenía que arrebatar a quienes la controlaban y luego entregarla a los que no la poseían. Aun cuando los teóricos de la economía clásica aludían siempre al trabajo de las personas como una forma de propiedad, la verdad es que el trabajador común tenía muy poco control sobre su propio trabajo, sus condiciones laborales o su paga.

Sin embargo en los Estados Unidos ha habido, y de hecho todavía hay, suficiente tierra disponible para que cualquiera que trabaje con ahínco llegue a ser el dueño de una propiedad. Desde el principio, no sólo los agricultores, sino también los artesanos y hasta los trabajadores no calificados, deseaban llegar a ser terratenientes. En los tres primeros siglos de existencia de este país, al principio como colonias inglesas y luego como una nación independiente, una gran reserva de tierra libre y abierta se extendía en el Oeste, lista para ser poblada y cultivada. La política del gobierno fomentó la propiedad individual, tanto con la venta de tierras públicas a precios muy bajos, como por medio de subsidios de tierras que otorgaba a compañías ferroviarias para la construcción de ferrocarriles transcontinentales. A su vez, las compañías ferroviarias vendieron esas tierras a precios moderados, atrayendo así a más pobladores que se establecieron y trabajaron en los nuevos territorios.

Los sistemas de clases y castas que parecieron afectar a muchas sociedades europeas no existieron en los Estados Unidos. Tampoco hubo una aristocracia hereditaria que controlara grandes propiedades ni una clase obrera obligada por la costumbre a ocupar su "sitio" en los peldaños más bajos de la sociedad. Muchos colonizadores llegaron al Nuevo Mundo en los siglos XVII y XVIII como siervos contratados que accedían a trabajar como peones agrícolas o sirvientes domésticos por cierto número de años, después de lo cual podían ser libres. En muchos casos, los "derechos de libertad" que se entregaban al siervo al final de su período de servidumbre consistían en una parcela, implementos agrícolas y semillas para que iniciara una nueva vida. A pesar de que no todos los que fueron siervos bajo contrato llegaron a ser grandes terratenientes, algunos sí lo lograron y muchos adquirieron sus propias granjas y gozaron los privilegios que Hector de St. Jean Crevecoeur tanto elogió en 1782. A pesar de que la nación ha cambiado en forma notable desde la década de 1780 hasta el presente, el sueño de poseer la tierra ha sido un elemento constante en todos los grupos de este país. A la mayoría de los trabajadores no les interesó integrarse en un proletariado más poderoso dando su apoyo a un partido político socialista; lo que querían era convertirse en pequeños propietarios de empresas, artesanos independientes, empleadores de otros por derecho propio, miembros de una próspera clase media y, sobre todo, dueños de inmuebles y de tierras, como los ricos.

 
Alexis de Tocqueville, La democracia en América (1832)

En ningún otro país del mundo es más intenso o más vigilante el amor a la propiedad que en los Estados Unidos, y en ningún otro hay una mayoría menos aficionada a las doctrinas que implican cualquier tipo de amenaza a la forma en que se ejerce la propiedad.

 

Las condiciones únicas que prevalecen en los Estados Unidos hicieron posibles las creencias así descritas por Tocqueville. Aun después de la desaparición de la frontera, al final del siglo XIX, seguían existiendo grandes extensiones de tierra disponibles para la construcción de viviendas para una sola familia. Las gente que visitaba este país en la década de 1950 quedaba maravillada ante las extensas comunidades de casas unifamiliares que punteaban el paisaje del país y en las que vivían obreros y trabajadores de cuello blanco. La propiedad, expresada como el hecho de tener casa propia, ha sido un sueño incesante en los Estados Unidos desde su fundación. Tanto los demócratas como los republicanos han alentado y auspiciado ese sueño por medio de programas gubernamentales creados para que la gente pueda comprar con más facilidad una vivienda. En este país, la propiedad ha sido el cimiento sobre el cual se ha construido una próspera sociedad democrática de clase media.

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En los albores del siglo XXI nos enfrentamos a un asombroso conjunto de "propiedades" que van desde las tangibles y familiares hasta las virtuales y exóticas. Sin embargo, las premisas básicas siguen siendo las mismas y parte del trabajo de la sociedad, el gobierno y sobre todo los tribunales consiste en hallar la forma apropiada de concebir la propiedad, tanto en sus formas tradicionales como en las nuevas y revolucionarias. La explosión de los derechos que comenzó en la década de 1950 transformó no sólo nuestra visión de la libertad de expresión y de religión, sino también de la propiedad. Para citar sólo un ejemplo, el Estado moderno brinda diversos beneficios tangibles a sus ciudadanos, como los programas de bienestar social, las pensiones para la vejez, las prestaciones para desocupados y el seguro de salud. Ahora muchos consideran todo esto como una forma de derechos de propiedad a los cuales los ciudadanos tienen pleno derecho.

En la segunda mitad del siglo XX, los movimientos a favor de los derechos civiles y el medio ambiente se tradujeron en leyes que han impuesto cargas significativas sobre los conceptos tradicionales de los derechos de propiedad. Los dueños de restaurantes ya no pueden discriminar a quién le darán servicio, y es frecuente que las empresas y los dueños de propiedades privadas tengan que pagar el costo de los programas de protección ambiental. La regulación gubernamental, que afectó todos los sectores de la economía y la sociedad, menoscabó aún más el viejo concepto de que los propietarios podían hacer todo lo que les viniera en gana con sus empresas y propiedades. Esas mermas han inducido a algunos comentaristas a comentar que los derechos de propiedad han sido arrojados al "cubo de la basura legal".

Este punto de vista tendría cierta justificación, pero sólo para quien cree que los derechos de propiedad son inviolables. No obstante, esto jamás se ha dicho ni en la ley estadounidense ni en la inglesa. Hasta John Locke, quien exaltó la primacía de la propiedad como garante de otros derechos, reconoció que había límites significativos para su utilización. Si en un período de la historia estadounidense la idea del laissez-faire (expresión francesa que implica "dejar que la gente haga lo que quiera") hizo demasiado énfasis en los derechos de propiedad, en otras épocas dicho énfasis ha sido quizá demasiado escaso. En las dos últimas décadas, los tribunales federales han marcado la pauta en el intento de hallar un nuevo equilibrio entre las preocupaciones legítimas del Estado moderno y el modo en que esas preocupaciones influyen en los derechos de propiedad.

 
Juez John Paul Stevens, discrepancia en Dolan vs. Ciudad de Tigard (1994)

En nuestro mundo cambiante una cosa es segura: la incertidumbre va a caracterizar las predicciones acerca del impacto de los nuevos avances urbanos sobre los riesgos de inundaciones, terremotos, embotellamientos de tráfico o daños al medio ambiente. Cuando hay dudas en torno a la magnitud de esos impactos, el interés del público por evitarlos se debe imponer sobre el interés privado de [los dueños de las propiedades]. Si el gobierno logra demostrar que las condiciones impuestas en un permiso de uso de la tierra son racionales, imparciales y conducen al cumplimiento de los objetivos de un plan válido de uso de la tierra, se debe asignar a esas condiciones una fuerte suposición de validez. La carga de probar que esas condiciones han menoscabado más allá de lo razonable el valor económico de la [propiedad] recae directamente sobre los hombros de la parte que impugna la acción del Estado.

 

Algunas de estas cuestiones surgieron de un nuevo y más alto sentimiento de conciencia ambiental, ya que este desarrollo, aunque saludable para la economía, puede tener efectos deletéreos para la calidad del aire y el agua. El derecho consuetudinario asigna la culpa de contaminar un arroyo al propietario que arroja desechos en sus aguas. Es frecuente que hoy el daño al aire o al agua no se pueda atribuir a un individuo o a una corporación, pues es el resultado de las acciones conjuntas de muchas partes a lo largo de varios años o aun décadas. ¿Cómo podremos asignar, no tanto la culpa, sino los costos de las operaciones de limpieza? ¿En qué medida podemos penalizar los intereses de propiedad privada, en especial si los dueños no pueden haber influido más que en forma marginal al vasto problema del medio ambiente, limitando sus derechos tradicionales sobre la propiedad? Como dijo el juez Hugo Black hace muchos años, la Cláusula de Incautación "fue escrita para impedir que el gobierno obligue a algunas personas a solventar por sí solas ciertas cargas que, con toda imparcialidad y justicia, deben ser compartidas por el público en conjunto". Esto es parte del debate al respecto al inicio del siglo XXI, pero sólo una parte.

En un sistema de libre empresa, la propiedad adopta muchas formas y cada una tiene un valor particular para distintos intereses. Las urnas electorales muestran que más del 70 por ciento de la población de los Estados Unidos concede gran valor a los derechos de propiedad. La opinión tradicional de los derechos sustantivos de propiedad ha sido útil para el pueblo estadounidense por más de 200 años, y el desafío consiste en tomar los "valores" fundamentales de ese compromiso y aplicarlos a nuevas situaciones, a nuevas formas de propiedad, de manera que tanto el dueño de la propiedad como el público estén protegidos.

Lecturas adicionales:

Bruce A. Ackerman, Private Property and the Constitution (New Haven: Yale University Press, 1977).

James W. Ely, Jr., The Guardian of Every Other Right: A Constitutional History of Property Rights (2nd ed., New York: Oxford University Press, 1998).

Forrest McDonald, Novus Ordo Seclorum: The Intellectual Origins of the Constitution (Lawrence: University Press of Kansas, 1985).

Ellen Frankel Paul and Howard Dickman, eds., Liberty, Property, and the Foundations of the American Constitution (Albany: State University of New York Press, 1989).

William B. Scott, In Pursuit of Happiness: American Conceptions of Property from the Seventeenth to the Twentieth Century (Bloomington: Indiana University Press, 1977).

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