LOS DERECHOS DEL PUEBLO
Prefacio
Introducción
Capítulo 1
Las raíces de la libertad religiosa
Capítulo 2
La libertad religiosa en la era moderna
Capítulo 3
La libertad de expresión
Capítulo 4
La libertad de prensa
Capítulo 5
El derecho de portar armas
Capítulo 6
Privacidad
Capítulo 7
El juicio por jurado
Capítulo 8
Los derechos del acusado
Capítulo 9
Los derechos de propiedad
Capítulo 10
El castigo cruel o inusual
Capítulo 11
Igual protección de la ley
Capítulo 12
El derecho de voto
 
Los Derechos del Pueblo:
Libertad individual y la Carta de Derechos

—  C  A  P  Í  T  U  L  O     10  —
El castigo cruel o inusual
No se exigirán fianzas excesivas ni se impondrán multas excesivas ni cargos crueles e inusitados.
— Octava Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos


Castigo cruel e 
inusual

A algunos les parece raro que haya tantas garantías en la Carta de Derechos original que se refieren a la protección de la persona acusada de la comisión de un delito. La Cuarta Enmienda impone la presentación de una orden judicial para efectuar registros o detenciones; la Quinta exige el juicio por un gran jurado, prohíbe que a un acusado se le juzgue dos veces por el mismo delito en proceso judicial, ofrece protección para que a nadie se obligue a declarar contra sí mismo, y garantiza el debido procedimiento legal. La Sexta Enmienda garantiza un juicio imparcial, el derecho a conocer los cargos y carearse con los testigos en su contra, y también a contar con la asistencia de un abogado. Y la Octava Enmienda asegura que aun cuando la persona sea declarada culpable al final de un juicio imparcial, el castigo que se le aplique sea proporcional al delito. No se debe aplicar una multa de un millón de dólares por una infracción de tráfico, ni cortar una mano a quien falsifica un cheque, ni imponer la pena de muerte por hacer apuestas ilegales. También en ese caso, los derechos que se confieren aun a los convictos de delitos deben ser respetados a fin de que una sociedad democrática tenga fe en el sistema de justicia penal y para que el sistema mismo no se pervierta, convertido en un instrumento de represión política. Esto es lo ideal y aun cuando a veces la realidad no lo alcanza, las garantías de la Carta de Derechos son un punto de referencia hacia la meta que una sociedad democrática debe esforzarse por alcanzar.

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Levítico, 24:17-20 (1919)

Así mismo, el hombre que hiere de muerte a cualquier persona, debe sufrir la muerte.... Y si un hombre causare lesión a su prójimo, según hizo, así le sea hecho: herida por herida, ojo por ojo, diente por diente; según la lesión que haya infligido a otro, tal se le hará a él.

 

A pesar de que este pasaje del Antiguo Testamento, al igual que ciertos pasajes similares del Corán, parece autorizar la retribución en especie, la verdad es que su propuesta fue una nueva idea en materia de castigo: la proporcionalidad. El delincuente debe ser castigado en forma proporcional a su delito. Un ojo por un ojo, pero no un ojo, un brazo y una pierna por un ojo. A pesar de que esta opinión la vemos hoy como reflejo de la prudencia y el sentido común, tuvieron que pasar siglos antes que fuera aceptada del todo en Europa. Desde tiempos remotos hasta la Ilustración del siglo XVIII, los gobiernos monárquicos usaban a menudo formas terribles de castigo que consistían en horribles torturas y muertes lentas y dolorosas en exceso, castigos fuera de toda proporción con el delito cometido. Todavía en el siglo XVIII en Gran Bretaña, más de 200 crímenes podían ser castigados con la pena de muerte, y la gran mayoría de ellos eran delitos contra la propiedad, como el hurto menor, el derribo de un árbol o el robo de conejos de una conejera.

El catálogo de las modalidades de castigo y los delitos por los cuales se aplicaba es desconcertante para la sensibilidad moderna. En la antigua Atenas, el Código Draconiano del siglo VII a. de JC señaló la muerte como el castigo por cualquier delito que se cometiera. Dos siglos más tarde, el Derecho Romano de las Doce Tablas imponía la muerte como castigo por delitos tales como segar la cosecha de otro agricultor, el perjurio o causar alboroto por la noche en una ciudad. Los romanos idearon gran variedad de formas de imponer la pena de muerte, como la crucifixión, el ahogamiento en el mar, enterrar a la persona viva, golpearla hasta que muera, y el empalamiento. Por el asesinato de un progenitor, el condenado era colocado dentro de un saco junto con un perro, un gallo, una serpiente y un mono, y luego el saco era sumergido en el agua.

En la Edad Media, la pena de muerte se acompañaba a menudo de tortura y los barones ingleses tenían sus propios pozos para ahogar y sus horcas, y los usaban para castigar tanto pequeñas faltas como delitos graves. Por la traición, las mujeres eran quemadas en la hoguera, mientras que los hombres eran colgados, se les dejaba caer antes de morir, se les destripaba y luego eran desmembrados. Los que no se confesaban culpables de los cargos sufrían el aplastamiento, para lo cual se colocaban objetos pesados sobre el pecho de la persona. El primer día, el verdugo le daba a la víctima una pequeña cantidad de pan, el segundo día le daba un poco de agua de mala calidad, y así continuaba hasta que el reo confesaba o moría. En 1531, la Corona aprobó la muerte en líquido hirviente como un método de ejecución adecuado. Casi todas las ejecuciones se llevaban a cabo en público y eran a la vez un espectáculo popular y una forma de impartir la lección de que el quebranto de la ley podía dar lugar a funestas consecuencias.

 
Orden de ejecución de David, Príncipe de Gales (1283)

Él deberá ser arrastrado hasta la horca por su traición al rey que lo armó caballero; debe ser ahorcado como el asesino del caballero sustraído del Castillo de Hawarden; sus miembros habrán de ser quemados porque él profanó con un asesinato la solemnidad de la Pasión de Cristo, y sus extremidades serán dispersadas en el país porque en distintos lugares estuvo maquinando [concibiendo] la muerte de su señor el rey.

 

Además de la ejecución, el derecho inglés disponía diversas sanciones menores, tales como la marca con hierro candente, la extirpación de una oreja o el exilio a una colonia penal. Además, las autoridades de la Corona tenían pocos miramientos en cuanto a los métodos con los que interrogaban a los sospechosos, y tal vez fueron muchos los que confesaron crímenes que nunca cometieron, con tal de no sufrir otro minuto de tortura en el potro. Los colonizadores del Nuevo Mundo trajeron consigo este código inglés, aunque la escasez de mano de obra en las colonias dio lugar a una reducción drástica en la imposición de la pena de muerte, sobre todo por delitos menores. La gente capaz de trabajar era demasiado valiosa para perderla por la comisión de infracciones leves como el robo de conejos. Por ejemplo, los puritanos de Massachusetts abolieron la pena capital para cualquier tipo de hurto, y en el Massachusetts Body of Liberties (Recopilación de libertades de Massachusetts, 1641) dijeron que "en lo tocante a castigos corporales, entre nosotros no se permite ninguno que sea inhumano, bárbaro o cruel".

En la época de la Revolución, la mayoría de las colonias tenían leyes por las cuales los delitos de incendio provocado, piratería, traición, homicidio, sodomía, robo, asalto, secuestro, hurto de caballos, rebelión de esclavos y falsificación se castigaban con la pena de muerte por ahorcamiento, el método usual de ejecución. Algunas colonias tenían códigos penales más severos, pero el expediente de todas parece indicar que aun cuando un delito en particular se pudiera castigar con la muerte, los jueces y los jurados sólo imponían esta sanción a los autores de los crímenes más atroces.

A pesar de que la flagelación, la inmersión en agua y la picota infamante --un poste hincado en un lugar público al cual se encadenaba a los reos para que fueran escarnecidos-- siguieron siendo muy comunes en varias colonias, las formas más terribles de la tortura y el castigo no tardaron en desaparecer en Norteamérica. Esto fue un reflejo de los movimientos reformistas de la madre patria, que ya empezaban a despertar a la opinión pública contra la crueldad institucional. Un importante debate sobre el significado del castigo cruel e inusual tuvo lugar en la época de la Revolución y se prolongó hasta la creación de la Constitución y la Carta de Derechos; en muchos aspectos, ese debate prefiguró la controversia moderna de si la pena capital es un castigo cruel e insólito.

La Octava Enmienda a la Constitución repite casi palabra por palabra la misma prohibición contenida en el Artículo 10 de la Carta de Derechos inglesa de 1689, que más tarde sería incorporado por George Mason a la Carta de Derechos de Virginia (1776) y por el Congreso de la Confederación a la Ordenanza del Noroeste de 1787. En el debate en torno a la Constitución, varios estados objetaron que el nuevo documento no daba la protección necesaria a las libertades individuales. En Massachusetts, un delegado de la convención de ratificación dijo que la Constitución no imponía límite alguno a los métodos de castigo y que, en teoría, el potro de tortura y la picota se podían usar legalmente. En Virginia, Patrick Henry temía que la tortura pudiera ser utilizada. Aun cuando estos dos personajes argumentaban de hecho a favor de la inclusión de una carta de derechos más amplia, ambos vieron también la necesidad de brindar protección contra la crueldad, tan frecuente en la historia de Inglaterra.

 
Juez Thurgood Marshall en Furman vs. Georgia (1972)

Ya sea que la prohibición de la Carta de Derechos inglesa contra el castigo cruel e insólito sea interpretada como una respuesta a las sanciones excesivas o ilegales, como una reacción a las formas de sanción bárbaras y objetables, o ambas cosas, no cabe duda de que al tomar en préstamo su léxico e incorporarlo a la Octava Enmienda, nuestros Padres Fundadores tuvieron la intención de proscribir la tortura y otros castigos crueles.

 

El debate sobre el castigo cruel e inusual incluyó también una discusión acerca de si la pena capital debía ser proscrita. Los escritos de filósofos europeos como Immanuel Kant eran muy conocidos en los Estados Unidos, y su replanteamiento del antiguo concepto bíblico de la proporcionalidad tuvo mucho peso. Pero lo mismo se puede decir de los textos de reformadores como el italiano Cesare Beccaria, quien se opuso a la pena de muerte. Él pensaba que, con frecuencia, la severidad misma de ciertas leyes induce los criminales a "cometer delitos adicionales con tal de evitar el castigo por el primer crimen". Por ejemplo, si un delito simple como el robo de una gallina puede ser causa de una sanción severa, entonces el ladrón de gallinas podía recurrir a mayor violencia para evadirse a la captura y así evitar tal castigo.

En esa época se alzaron algunas voces significativas a favor de la abolición de la pena capital. Algunos razonaban que el éxito de la nueva república se debía basar en las virtudes de sus ciudadanos y no en el temor a un código penal despiadado que, a juicio de muchos, era el distintivo de la tiranía. Benjamin Rush, uno de los signatarios de la Declaración de Independencia, dijo que "la pena capital es el fruto natural de los gobiernos monárquicos". Hasta un conservador como Alexander Hamilton creía que "la idea de la crueldad inspira repulsión" y que la pena de muerte debilita los valores y la conducta republicana.

En el Primer Congreso celebrado bajo la Constitución de los Estados Unidos, en 1789, hubo pocos debates sobre la proscripción propuesta de todo castigo cruel e inusual. Samuel Livermore de New Hampshire fue el único que ofreció un comentario amplio a ese respecto:

 
Representante Samuel Livermore habla del castigo cruel e inusual (1789)

La cláusula parece expresar una buena dosis de humanismo y a ese respecto no tengo objeción que hacer; sin embargo, ya que parece no tener significado alguno, no creo que sea necesaria.... No se deberá infligir ningún castigo cruel e inusual; a veces es necesario ahorcar a un hombre, los villanos merecen a menudo ser flagelados y tal vez hasta que se les corten las orejas; pero ¿acaso en el futuro se nos impedirá que apliquemos esos castigos porque son crueles? Si se pudiera inventar una forma más piadosa de corregir el vicio e impedir que otros incurran en él, sería muy prudente que la legislatura la adoptara; pero mientras no tengamos algo que nos asegure que esa meta se logrará, no debemos dejar que este tipo de declaraciones nos impida dictar las leyes necesarias.

 

Los comentarios de Livermore han de ser entendidos en el contexto de aquella discusión. Él no se opuso de modo abstracto al castigo más humanitario; lo que le preocupaba era la eficacia del mismo. En esto, captó la idea de que así como cambia la sociedad, lo mismo pasa con las normas éticas. En un tiempo se pensó que el estiramiento en el potro y el descuartizamiento eran castigos adecuados para un traidor, y el hecho de que fueran crueles y causaran terrible sufrimiento sólo los hacía aún más apropiados a juicio de quienes los veían como una retribución por el más grave de los crímenes contra el gobierno. En la Norteamérica del siglo XVIII, Livermore era parte de una minoría, ya que habría preferido confiar en que la legislatura no impondría sentencias inhumanas, pero conservaría el derecho de usar cualquier medio que fuera adecuado para prevenir y castigar el delito. En cambio, la mayoría estaba en favor de imponer ciertos límites al gobierno; los autores de la Carta de Derechos, igual que mucha gente de la generación fundadora, no tenían mucha confianza en el gobierno y sabían por experiencia directa cuál puede ser el comportamiento de la autoridad sin restricciones.

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A diferencia de otras secciones de la Carta de Derechos, la Corte Suprema ha generado relativamente poca jurisprudencia sobre el tema del "castigo cruel e inusual". La tortura nunca ha figurado entre los castigos autorizados en los Estados Unidos, y los pocos comentarios que hay sobre el tema se refieren a autoridades locales que han recurrido al maltrato físico en su intento de obtener confesiones. En forma ocasional, ha habido intentos de dirimir lo que constituye un exceso en materia de fianzas o multas, pero no hay una prueba de "clara demarcación" a ese respecto. Más bien, el tribunal superior ha dicho que es una cuestión de sensatez que es mejor dejar a criterio de los tribunales de primera instancia, y que si el acusado se siente agraviado puede reclamar la reparación por medio de una apelación.

El debate, tanto en el país como en los tribunales, se ha centrado en si la pena de muerte misma debe ser prohibida porque es una violación a la Octava Enmienda. De acuerdo con el texto de la enmienda, los primeros casos que conoció la Corte Suprema se referían al método de ejecución, más que al castigo en sí. En 1878, la Corte apoyó el uso de un escuadrón de fusilamiento como método de ajusticiamiento de prisioneros, y poco más de un decenio después aprobó el uso de la silla eléctrica, la cual fue presentada como un medio de ejecución humanitario. Un siglo más tarde, la Corte no ha recibido impugnación alguna a la forma actual de ejecución "humanitaria", la inyección letal. En esencia, la Corte ha dicho que, mientras subsista la pena de muerte, dejará que los estados decidan los medios para aplicarla, siempre que se abstengan de recurrir a la tortura u otros métodos obviamente crueles o insólitos. En la década de 1970, la Corte misma se involucró con gran renuencia en la controversia por la abolición de la pena de muerte, y parece que pronto lo hará de nuevo, cuando la discusión actual asuma otra vez un lugar destacado en el debate de la política pública.

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En las dos primeras décadas del siglo XX, Estados Unidos redujo el número de delitos federales que son punibles con la muerte, y varios estados abolieron por completo la pena capital. El movimiento a favor de la abolición estuvo estancado hasta principios de los años 60, cuando la controversia por la pena de muerte volvió a captar el interés de la nación. En parte, este nuevo movimiento abolicionista cobró fuerza por las victorias que había obtenido en otros países.

Poco después de la Segunda Guerra Mundial, durante la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, los reformadores promovieron la abolición de la pena de muerte como una meta de las naciones civilizadas. Unos cuantos países europeos, como Noruega, ya habían abolido la pena capital y otros accedieron a la imposición de ciertos límites a su aplicación. A lo largo de los años, varias naciones han firmado acuerdos multilaterales que excluyen de la aplicación de esa pena a los jóvenes, las mujeres embarazadas y los ancianos, y reducen también el número de crímenes por los cuales puede ser impuesta.

A la postre surgieron tres tratados internacionales que proponían la abolición total de la pena de muerte, uno en 1983 y los otros dos, seis años después. Más de 50 naciones han firmado esos protocolos. Medio siglo después que el Tribunal de Nuremberg condenó a muerte a varios personajes nazis, el derecho internacional excluye ahora la pena de muerte en los juicios por crímenes de guerra y delitos contra la humanidad. En muchos países que se han liberado en fecha reciente del yugo de la tiranía, una de las primeras leyes que los parlamentos democráticamente elegidos aprueban es la abolición de la pena capital, en virtud de que, para los gobiernos autocráticos precedentes, la ejecución era un instrumento crucial para sojuzgar a la población.

Estados Unidos no ha firmado esos protocolos por varias razones. Una de ellas es el simple hecho de que la Corte Suprema no cree que la pena capital, per se, viole la prohibición de la Octava Enmienda contra el castigo cruel e insólito. Así, la determinación del uso de la pena de muerte queda en manos del Congreso en el caso de delitos definidos en el ámbito federal, y en las de los 50 estados y el Distrito de Columbia si se trata de delitos cometidos en sus jurisdicciones. Tres cuartas partes de los estados imponen aún la pena de muerte; los demás no lo hacen. A menudo, este aspecto del federalismo es difícil de entender en países donde el parlamento prescribe el código penal que rige para toda la nación. Pero en el sistema federal de los Estados Unidos, cada estado es libre de crear su propio código sin más límites que las restricciones de la Constitución y los rubros en los que el Congreso ha reclamado con éxito la jurisdicción federal.

La razón más importante de la persistencia de la pena de muerte en los Estados Unidos es quizá que no hay consenso en la población del país acerca de si dicha sanción es apropiada. El debate incluye desde un extremo que propone su abolición total hasta quienes la juzgan como algo bueno que se debería aplicar más a menudo. Es probable que la mayor parte de la población nacional se encuentre entre esos dos extremos, disgustada porque la pena de muerte le asigna al estado la tarea de matar, pero preocupada por la posibilidad de que, sin ella, no hubiera ningún elemento disuasorio contra la comisión de crímenes nefandos. Esta opinión fue bien expresada por el ex procurador general de Florida, Robert L. Shevin, cuando dijo que "la capacidad humana para el bien y para la compasión hace que la pena de muerte sea una tragedia, [pero] la capacidad humana para el mal y para el comportamiento depravado hace que la pena de muerte sea necesaria".

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Los que se oponen a la pena de muerte lo hacen por distintas razones. Algunos piensan que es inhumano causar la muerte de una persona. En su opinión, la gente que comete crímenes debe ser encarcelada para que no dañe a otras personas, pero todas las vidas son sagradas, hasta las de los criminales convictos. La inmoralidad que perciben en la pena de muerte, más que ninguna otra cosa, es lo que induce a algunos a oponerse a ella.

Una segunda razón se basa en la finalidad de la pena de muerte y el temor de que la gente inocente sea ejecutada. Hace más de cinco siglos, John Fortescue, el presidente del tribunal supremo de Inglaterra, declaró que "sería preferible que 20 personas culpables lograran escapar de la pena de muerte, antes que una persona inocente fuera condenada y sometida a la pena capital". Si una persona es condenada injustamente por un crimen y enviada a la cárcel, existe la posibilidad de que el error se descubra y, a la postre, se le deje en libertad. Aun cuando nadie le podrá compensar nunca el tiempo que pasó en la cárcel, por lo menos sigue estando viva y puede disfrutar el resto de su vida. Cuando una persona es ejecutada ya no es posible enmendar ningún error.

Una tercera razón es la presunta inutilidad de la pena de muerte bajo cualquiera de los criterios normales en torno al castigo, con una excepción. Los opositores dicen que la pena de muerte no es un factor disuasorio porque la gente que comete un crimen capital rara vez, o nunca, piensa en las consecuencias a la hora de perpetrar el delito. El asesino profesional a sangre fría suele creer que se podrá salir con la suya al cometer el crimen y no se preocupa por el castigo. La cónyuge agraviada que descubre a su esposo engañándola se enfurece y desea vengarse; en el calor de la pasión no piensa mucho en las consecuencias que sus acciones podrían tener o el precio que tal vez tenga que pagar.

Lo único que se consigue con la ejecución, según sus detractores, es la retribución, la venganza que la sociedad impone a los que se desvían y rebasan los límites del comportamiento social aceptado. Ellos no niegan la necesidad de aplicar un castigo, pero éste debe ser civilizado y, en su opinión, ejecutar a una persona por lo que es en rigor una venganza es un acto bárbaro. Ellos encuentran un respaldo religioso en este pasaje bíblico: "La venganza es mía, dijo el Señor".

La cuarta razón es que resulta claro que la pena capital no se impone de modo imparcial. Los jurados son renuentes a imponer la pena de muerte a las mujeres, aun cuando las declaren culpables de un homicidio que se castiga con tal sanción. Los defensores de los derechos civiles argumentan que cuando el acusado del delito es afro-estadounidense o miembro de otras minorías, es probable que la pena de muerte se imponga a una tasa porcentual mucho más alta que por delitos similares cometidos por acusados blancos.

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Los que proponen la pena de muerte dicen lo contrario. Ante todo, declaran, el castigo debe ser proporcional al delito y si alguien extingue una vida con pleno conocimiento y deliberación, ese es también el castigo mínimo que la sociedad exige. No es justo permitir que un homicida pase sus días en la cárcel mientras su víctima está muerta.

En segundo lugar, hay crímenes tan atroces que sólo la pena de muerte puede apaciguar la conciencia del público. Cuando un asesino tortura o viola a su víctima, cuando el crimen fue cometido en una forma especialmente horrible, entonces el criminal ha renunciado a toda reclamación de moralidad. Lo mismo que cuando eliminamos a un animal rabioso y así suprimimos una amenaza para la comunidad, también ciertos criminales deben ser "suprimidos" de manera permanente, como dirían los partidarios de la pena de muerte.

En tercer término, ellos creen que la pena capital puede tener un efecto disuasorio. Los que la proponen admiten que la pena de muerte no detiene al asesino profesional ni a la persona momentáneamente enloquecida por los celos, pero hace que los delincuentes en pequeño, si son racionales, traten de no agravar sus delitos. Ellos señalan el hecho de que tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, los ladrones rara vez portan armas de fuego. Si son atrapados, la sanción por el simple allanamiento es mucho menor que por robo a mano armada, y si no portan armas de fuego, no sentirán la tentación de usar arma alguna contra el dueño de la casa o contra la policía. Los partidarios creen que esto muestra el mecanismo de la disuasión legal.

Un cuarto argumento se refiere a la retribución; los que están a favor de la pena de muerte no ven nada malo en eso. Los familiares de las víctimas tienen derecho de saber que el asesino no se salió con la suya y que así como privó de la vida a un inocente, ahora se le priva de la suya. Además, si el Estado no provee un castigo que satisfaga la necesidad de retribución, la gente tomará la ley en sus manos y Estados Unidos se desintegrará al quedar reducido a una sociedad de bandas de ciudadanos actuando como policías.

Un cuarto argumento se refiere a la retribución; los que están a favor de la pena de muerte no ven nada malo en eso. Los familiares de las víctimas tienen derecho de saber que el asesino no se salió con la suya y que así como privó de la vida a un inocente, ahora se le priva de la suya. Además, si el Estado no provee un castigo que satisfaga la necesidad de retribución, la gente tomará la ley en sus manos y Estados Unidos se desintegrará al quedar reducido a una sociedad de bandas de ciudadanos actuando como policías.

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La diversidad de sistemas estatales de justicia penal, los caprichos de sus criterios al dictar sentencia y la imposición desproporcionada de las sentencias de muerte en los casos en que el acusado pertenece a minorías hicieron que, a fin de cuentas, la Corte Suprema decidiera actuar. Muchas apelaciones que llegaron a la Corte en los años 60 revelaron las imperfecciones del sistema. En muchos casos, la condena pudo ser revocada por cuestiones técnicas sin que la Corte tuviera que abordar el problema medular de la constitucionalidad de la pena de muerte. Por último, los jueces llegaron a la conclusión de que tendrían que lidiar con esa cuestión.

 
Opinión sobre el Memorando, Furman vs. Georgia (1972)

La Corte sostiene que la imposición y aplicación de la pena de muerte en estos casos constituye un castigo cruel e inusual que viola la Octava y la Decimocuarta Enmiendas. Por lo tanto, en cada caso el juicio es anulado por cuanto deja intacta la sentencia de muerte impuesta, y los casos son remitidos a un tribunal inferior para su ulterior procesamiento.

 

En junio de 1972, en un dictamen del todo inesperado, una Corte Suprema muy dividida anuló las sentencias de muerte de casi 600 reos confinados en cárceles de todo el país. En Furman vs. Georgia, la mayoría sostuvo que la imposición de los planes entonces vigentes sobre la pena capital violaban la proscripción de todo castigo cruel e inusual. Aunque los abolicionistas se alegraron, interpretaron mal el dictamen de la Corte. La mayoría no dijo que la pena de muerte en sí misma fuera inconstitucional, sino sólo que los métodos jurídicos mediante los cuales se aplicaba eran irracionales y arbitrarios, por lo cual transgredían la Octava Enmienda.

En los años siguientes y para gran desconsuelo de los opositores de la pena capital, cada uno de los 37 estados que habían impuesto esas sentencias de muerte modificaron su legislatura a fin de cumplir con las normas constitucionales referidas en el dictamen del caso Furman. En 1976, la Corte empezó a analizar esos nuevos estatutos en un intento de articular normas prácticas y, al final, apoyó la ley revisada de Georgia sobre la pena de muerte en Gregg vs. Georgia. La nueva ley dispuso que, en un juicio por jurado, éste determinaría primero la culpabilidad o la inocencia; si estima que el acusado es culpable, entonces vota por separado para decidir su castigo. En un juicio ante un juez, éste y el jurado tienen que tomar en cuenta tanto las circunstancias atenuantes como las agravantes, y el tribunal supremo del estado tendrá que revisar en forma automática todas las sentencias de muerte, como medida de protección contra el castigo excesivo o desproporcionado.

 
Jueces Potter Stewart, Lewis Powell y John Paul Stevens en Gregg vs. Georgia (1976)

Nuestros casos aclaran también que las percepciones del público sobre las normas de decencia con respecto a las sanciones penales no son concluyentes. También el castigo debe ir de acuerdo con "la dignidad del hombre", que es el concepto básico que subyace en la Octava Enmienda.... Esto significa, cuando menos, que la pena no debe ser "excesiva". Cuando se considera una forma de castigo en sentido abstracto (en este caso, si la pena capital puede ser impuesta alguna vez como sanción por asesinato) y no en lo particular (si la muerte resulta apropiada como sanción aplicable a un acusado específico por un crimen en particular), la investigación en torno a lo que es "excesivo" tiene dos aspectos. Primero, el castigo no debe infligir dolor en forma innecesaria e insensible. Segundo, el castigo no debe ser demasiado desproporcionado para la gravedad del delito.

 

La Corte rechazó el argumento de que las ideas modernas de la dignidad humana exigen la abolición de la pena capital. Si así lo decide, una legislatura puede justificar la pena de muerte a partir de teorías de retribución o disuasión, y la autoridad que dicta la sentencia puede prescribir que en la ejecución se sigan normas estatutarias claramente expuestas. Sólo dos miembros de la Corte, William Brennan y Thurgood Marshall, consideraron que la pena de muerte era, en sí misma, inconstitucional.

La amplia variedad de planes de pena capital, su aplicación arbitraria y a menudo discriminatoria, y la falta de normas constitucionales claras para su aplicación han inducido a algunos a apoyar la decisión original de la Corte de 1972. Sin embargo, la mayoría no creyó que la pena capital en sí fuera inconstitucional, sino sólo las formas en que era impuesta por los estados. En la revisión de los estatutos se superaron muchos de esos problemas y la revisión automática, hoy obligatoria en todos los estados que imponen la pena de muerte, garantiza cierto grado de uniformidad en su aplicación y trata de evitar el efecto de los prejuicios en esos casos.

Sin embargo, muchos de los veredictos posteriores de la Corte, en los que trató de evitar la táctica de cerrar filas para imponer una sentencia de muerte, reintrodujo los factores de incertidumbre que ella misma había objetado en un principio. El presidente de la Corte Suprema, Warren Burger, acertó sin duda cuando dijo, a propósito de varios casos de pena de muerte de los años 70, que este castigo es diferente y se lo debe tratar como tal para individualizar la sanción en el mayor grado posible. Esto requiere que el juez o el jurado presten la debida atención a diferentes condiciones atenuantes y agravantes. A fin de cuentas, y a pesar de los esfuerzos de los estados por racionalizar este proceso, la decisión de imponer o no la pena de muerte es una determinación en gran parte subjetiva. Si el jurado siente que un asesinato en particular fue nefando, es común que llegue a justificar la pena de muerte; si el jurado simpatiza con un acusado en particular, hallará circunstancias atenuantes para no tener que condenarlo a muerte.

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Como hemos visto al comentar otros derechos, el significado constitucional se modifica con el paso del tiempo, a medida que evolucionan las condiciones. Lo que puede considerarse apropiado en una época quizá le parezca muy diferente a otra generación. Si bien el sistema judicial del país está obligado a respetar la Constitución en su texto, y hasta cierto punto la intención de los Forjadores, cuando los tribunales la interpretan tratan de hacer que la aplicación de su contenido sea pertinente para la sociedad contemporánea.

La evidencia histórica muestra con claridad que al final del siglo XVIII, a pesar de las reservas de algunos en cuanto a la eficacia de la pena de muerte, la mayor parte de la población, tanto de los Estados Unidos como de Europa, aceptaba la pena capital como una sanción legítima por la comisión de delitos específicos. En gran medida, una buena parte de la población estadounidense, tal vez la mayoría, todavía piensa así. Hace menos de un decenio, la Corte observó que la actitud del público hacia la pena de muerte no había cambiado mucho. Es posible que ese cambio haya empezado ya, pero es difícil saber qué tan lejos llegará.

Un factor precipitante puede ser que a pesar del más cuidadoso escrutinio de las sentencias de muerte, realizado por los tribunales de apelaciones estatales de acuerdo con los lineamientos que establece la Corte Suprema, varios estudios muestran que esa condena se sigue aplicando en forma desproporcionadamente mayor a los acusados que pertenecen a minorías.

Un segundo factor ha sido la revelación de un número mucho mayor de sentencias condenatorias erróneas del que se había supuesto. En muchos casos, los acusados pobres no recibieron la asesoría legal adecuada porque los abogados que les asignó el tribunal eran poco versados en derecho penal. En fecha reciente, varias escuelas de derecho han llevado a cabo proyectos en los que un equipo de estudiantes realiza el tipo de investigación que un grupo de abogados bien financiado debió haber realizado antes de esos juicios, y han hallado pruebas concluyentes de que la persona condenada por el delito no fue quien lo cometió.

Si esos estudios, en sí mismos, no arrojaron duda sobre la fiabilidad del sistema, los nuevos adelantos tecnológicos sí lo han hecho. En años recientes, las pruebas de ADN han conducido a la revocación de condenas a muerte en todo el país. La evidencia física obtenida de una víctima de violación se puede usar para identificar casi con certeza a su agresor. Así, varios hombres condenados a muerte por violación y homicidio han sido absueltos con pruebas de ADN que no se hacían en la época en que fueron juzgados, pero con las cuales se demostró que ellos no fueron los autores del delito. En otro tipo de casos, el análisis de muestras de sangre sólo podía demostrar si la sangre hallada en la ropa del acusado era o no del mismo tipo que la de la víctima; en cambio, las nuevas pruebas pueden determinar con precisión si la sangre pertenece en efecto a una persona en especial. Una vez más, el uso de estas nuevas pruebas ha conducido a la anulación de condenas.

Este tipo de evidencias no sólo refuerza los argumentos de los abolicionistas, sino afecta también a los partidarios de la pena de muerte, tanto liberales como conservadores. En una democracia, el meollo de la justicia penal es la idea de que el sistema funciona con imparcialidad, que los yerros deben ser escasos y muy poco frecuentes, y que a todos se les hace justicia en plan de igualdad ante la ley. En los últimos años, muchas personas han percibido con claridad en los Estados Unidos que el sistema de pena de muerte es deficiente y debe ser corregido.

 
Juez Frank Murphy, borrador de una discrepancia inédita (1946)

Fuera de nuestra propia conciencia, no tenemos nada que nos guíe para definir lo que significa cruel e inusual. Un castigo que hoy se considera adecuado, mañana puede ser calificado de cruel. Así pues, no se trata de criterios absolutos. Nuestra decisión tiene que surgir, por necesidad, del mosaico de nuestras creencias, nuestra formación y el nivel de nuestra fe en la dignidad de la persona humana.

 

En 2000, el gobernador conservador de Illinois, George Ryan, sorprendió a la nación al solicitar una moratoria de las ejecuciones en ese estado. Ha habido demasiados errores, anunció, y antes de quitarle la vida a otra persona hay que tomar precauciones para garantizar que el juicio ha sido imparcial, que se le brindó la asesoría adecuada de un abogado y que todas las pruebas fueron sopesadas y tomadas en cuenta. Gobernadores y legisladores de otros estados han pedido un minucioso escrutinio de sus sistemas para la aplicación de la pena capital.

La Corte Suprema de los Estados Unidos ha accedido a conocer varios casos que, aunque no impugnan la pena capital per se, ponen en duda su aplicación a ciertos grupos, como los menores de edad (que pueden estar expuestos a ella si se les juzga como adultos) y a los retardados mentales. En junio de 2002, la Corte emitió dos resoluciones en las que se advertía que los jueces estaban al tanto del debate sobre la pena capital y que algunos de ellos, por lo menos, compartían la creciente preocupación por la imparcialidad con la cual se aplicaba. En uno de los casos, la mayoría de los miembros de la Corte coincidió en que la opinión pública se ha unido para apoyar la idea de que la ejecución de un retardado mental es en verdad un castigo cruel e inusual. Uno de los conceptos más comunes del derecho consuetudinario anglo-estadounidense es que no se debe aplicar un castigo a quien no comprende la índole de su delito o del propio castigo. Desde hace mucho tiempo, la demencia ha sido admitida como defensa contra las sanciones severas, y los acusados que son declarados penalmente dementes no son ejecutados, sino recluidos en instituciones.

En el otro caso, la Corte impuso severos límites al poder de los jueces para imponer sentencias de muerte por su propia voluntad, y confirió más autoridad a los jurados para decidir la aplicación de la pena capital. Aun cuando se puede argumentar que esto alienta las pasiones populares, también refuerza el poder y la responsabilidad del jurado y éste, según el juez Antonin Scalia, es el corazón del sistema de justicia penal de los Estados Unidos.

Es difícil pronosticar si la revaloración actual conducirá a la abolición de la pena de muerte. Pero por lo menos deberá garantizar que esta forma de castigo, la más severa de todas, se aplique de manera más objetiva e imparcial. Al inicio del siglo XXI en este país, la pena capital no se interpreta como una violación de la prohibición del castigo cruel e inusual que cita la Octava Enmienda. Por otra parte, su aplicación deficiente sí es una violación.

Lecturas adicionales:

Larry Charles Berkson, The Concept of Cruel and Unusual Punishment (Lexington, Mass.: D.C. Heath & Company, 1975).

Charles L. Black, Jr., Capital Punishment: The Inevitability of Caprice and Mistake (2nd ed., New York: W.W. Norton, 1981).

Walter Burns, For Capital Punishment: Crime and the Morality of the Death Penalty (New York: Basic Books, 1979).

John Laurence, A History of Capital Punishment (New York: The Citadel Press, 1960).

Michael Meltsner, Cruel and Unusual: The Supreme Court and Capital Punishment (New York: Random House, 1973).

Louis P. Pojman and Jeffrey Reiman, The Death Penalty — For and Against (Lanham, MD: Rowman & Littlefield, 1998).

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